Letras
José Juan Cervera
Las tradiciones populares se aprecian en plenitud durante los días de difuntos en Yucatán, como en otras regiones de México. En este despliegue de fervores y recuerdos, las antiguas prácticas y creencias relacionadas con ellas proveen materia prima para espectáculos conmemorativos y exhibiciones escolares, junto con el consumo de productos típicos de la temporada en ámbitos de familia. Implican un modo ritual de remarcar los ciclos de la existencia y estrechar lazos en la sociedad que se recrea en sistemas simbólicos.
Los ritos funerarios y otras formas de honrar la memoria de los muertos realzan el papel de los antepasados en el curso de las generaciones, contribuyendo a afianzar identidades de grupo. Pero los territorios del ser colectivo son vastos y, si bien los elementos de la cultura suelen clasificarse en ocupaciones especializadas, con ciertos grados de prestigio y de estima pública, en los hechos comparten valores que los enriquecen mutuamente. Los escritores, por ejemplo, extraen motivos y componentes temáticos de sus atmósferas circundantes, aun de latitudes lejanas y de materias inusitadas cuando median conductos adecuados. Las disciplinas artísticas, sin ser patrimonio exclusivo de algunas clases sociales, asumen el reto de ampliar su marco de influencia, remontando limitaciones de origen si sus vasos comunicantes logran tocar otras orillas, tanto en el tiempo como en el espacio. Con frecuencia, sus frutos se proyectan en promesa de reconocimiento póstumo.
La obra lírica de Augusto Ruz Espadas (Mérida, Yucatán, 1890–1946) cabría en la caracterización del modelo enunciado. A diferencia de otros poetas de su época, hoy parece reducido al olvido. Al igual que muchos de sus contemporáneos, acogió la influencia del romanticismo, pero se distinguió por incorporar en sus creaciones un tono dolido y fúnebre, echando mano de una profusa representación de la muerte desde ángulos diversos, mediante figuras alegóricas o con referencias explícitas a objetos relacionados con ella. Es verdad que se trata de un tema universal y que en la literatura escrita en Yucatán hay varios autores que lo desarrollan en sus composiciones, como Diego Bencomo, que en el último tercio del siglo XIX publicó elegías apenas preservadas en folletos y periódicos; o Luis Rosado Vega, quien ostenta esta preferencia desde el título de uno de sus libros: En los jardines que encantó la muerte (1936).
Los poemas de Ruz Espadas adoptan elementos mortuorios para prolongar la pasión amorosa hasta el aliento postrero, fundiéndola en el polvo del sepulcro. Por supuesto, esta tendencia admite variantes, de tal modo que si en algunos de ellos el hablante lírico anticipa su desaparición física o manifiesta el anhelo de que se consume pronto, en otras describe el fin de seres que acompañan la vida doméstica, a la manera de un perro, un gallo y un jilguero. Las flores de varias especies abundan en el despliegue de sus versos, y al secarse pueden representar el término irreversible de un amor incapaz de resistir sucesivas pruebas de su fortaleza.
Los despojos mortales de amadas y pretendientes, de mozas y de poetas, figuran en sus producciones poéticas como recurso para incitar el recuerdo aun al abrigo de nuevos afectos, o para estar junto a ellos, incluso adoptando la repulsiva forma del gusano que medra en el umbral del reposo eterno. Su libro A la luz de la luna (1920) contiene una copla que expresa: “Cuando la desenterraron / miré todo estremecido / aquel cráneo ensombrecido / por el que tantos lloraron. // y al ver las cuencas obscuras / donde anidaron sus ojos, / sus ojos que en sus antojos / me ofrendaron sus ternuras, // sufrí tan ruda impresión, que al llegarme a tu ventana / para quererte, serrana, serrana del corazón, // quise, después de besarte / los divinos labios rojos, / besarte también los ojos, / y no pude (has de acordarte), // que al acercar la entreabierta / boca a las claras pupilas, / creí besar las tranquilas / cuencas de la pobre muerta.”
Algunas de sus piezas se convirtieron en canciones que no parecen haber dejado rastro en la memoria de los trovadores, seguramente por su tono luctuoso y por circunstancias de otra índole; no obstante, una nota de prensa de aquellos años afirma que sus obras tuvieron buena acogida en otros estados de la república y en Cuba. Una de ellas es “El sepulturero” que, con música de Armando Camejo, tuvo como antecedente un texto publicado en 1913 en una revista quincenal que Ruz Espadas dirigió. Otra es “El gusano moribundo”, que el compositor Ernesto Paredes adaptó para ser cantada. Ricardo Palmerín y Emilio Pacheco hicieron lo propio con algunas más. “Voy a morir” y “No me importa morir” recibieron el mismo tratamiento, según informó la revista Alba Gema en 1915, aunque sin identificar al autor de la música. En los casos mencionados, el paso de poema en canción no se tradujo en huella que perdurase en la conciencia artística del pueblo yucateco, y sólo en fuentes documentales poco concurridas puede tenerse noticia fehaciente de estos hechos. Tal vez alguien conciba un día el propósito de interpretarlas en tributo de uno de tantos ausentes.