Teatro Yucateco
XLII
Leopoldo Peniche Vallado
Cecilio El Magno
PRIMERA PARTE
EPISODIO QUINTO
Personajes RAMÓN PAT JACINTO PAT
MARCELA MARCELO PAT
CECILIO CHI VENANCIO PEC
El 9 de agosto de 1847, en el rancho Culumpich. Estancia de la casa que habita con su familia JACINTO PAT, construida de ripio, ventanas de carrizo y techos de viga. MARCELA, sentada en una silla, hace labor de aguja; su hijo RAMON, de 15 años, en otra silla, lee un periódico. Es de mañana.
RAMÓN: (Leyendo) «En la mañana del 7 del actual, las tropas del gobierno atacaron el pueblo de Tepich, en que se hallaban atrincherados de cuatrocientos a quinientos indios de los que se han sublevado, jurando el exterminio de las otras castas; media hora sostuvieron el fuego en sus parapetos, pero no pudieron resistir la intrepidez de nuestros soldados, huyeron a ocultar su cobardía felónica en lo espeso de los bosques cercanos; tuvieron once muertos, y de nuestra parte hubo cinco heridos; se hallaron en las trincheras cuatro escopetas, víveres y una porción de cartuchos de fusil pésimamente construidos. Se les hizo un prisionero que fue pasado por las armas, y el pueblo incendiado no es hoy sino un montón de cenizas; los pozos fueron cegados; todo en aquel lugar manifiesta el más triste aspecto. Tepich no existe, y el nombre de ese pueblo rebelde ha sido borrado del catálogo de los demás de Yucatán…»
MARCELA: ¡Horror!… Esta es la guerra, hijo. Dios quiera librarte de esa terrible pesadilla.
(Entra CECILIO CHI con JACINTO y MARCELO PAT.)
CECILIO: Marcela…
MARCELA: Don Cecilio, ¡qué sorpresa!
CECILIO: Sorpresa la mía. Vengo a buscar refugio y paz en Culumpich y veo el rancho convertido en un campamento militar.
MARCELO: Estamos en guerra, jefe.
CECILIO: Pero la guerra no impide que tú y tu padre salgan plácidamente de cacería.
MARCELO: Hay que alternar el placer con el deber, don Cecilio.
CECILIO: Tienes razón; pero es el caso que he venido a sacarlos de su calma porque tenemos muchas cosas de que hablar, Jacinto, y he traído conmigo a Venancio Pec que se reunirá dentro de unos minutos con nosotros.
JACINTO: Estamos a tus órdenes, jefe.
MARCELA: A propósito ¿leyeron las noticias del periódico?
CECILIO: Te refieres a las que publica «El Siglo XIX» ¿verdad?
MARCELA: No sé, uno que acaba de leerme Ramón.
RAMÓN: Sí, es el mismo.
MARCELO: Bueno, como es órgano del gobierno, ya podemos suponer lo que ha de decir.
CECILIO: Falsea la información del asalto e incendio de Tepich. Dice que unos quinientos sublevados estábamos atrincherados en el pueblo cuando cayó el sanguinario de Ongay con sólo doscientos hombres. De haber sido así, juro que mi pueblo no hubiera corrido la suerte aciaga que le deparó el destino. Nosotros andábamos por los alrededores ajenos a la catástrofe que planeaba Ongay, impidiendo a las fuerzas del gobierno aproximarse. Así pudimos desbandar a la tropa del capitán Beytia. Pero el teniente coronel Vito Pacheco nos batió en nuestras emboscadas, tomó nuestros atrincheramientos y se posesionó el pueblo desierto, pero intacto; ni una casa destruida, la iglesia y todos los edificios públicos sin deterioro. Al encontrarlo todo en calma, decidió regresar a Tihosuco.
JACINTO: Por eso los gobiernistas lo acusan de ser amigo nuestro.
CECILIO: Pacheco es un blanco decente, si los hay; simpatiza con nuestra causa, aunque su posición no le permitirá manifestarlo.
RAMÓN: Diga entonces, don Cecilio, ¿cómo fue realmente lo del incendio y destrucción de Tepich?
CECILIO: Ya les he dicho que el verdadero culpable del desastre ante la historia es ese troglodita llamado capitán Diego Ongay, un civilizado más bárbaro que todos los bárbaros que en el mundo han sido. Ustedes, tú, Marcelo y tú Ramón, los que formarán la generación que ha de seguirnos en la lucha, grábense este nombre nefasto en lo más íntimo de la entraña, y guarden para el hombre que lo lleva un odio creciente transmisible a través de los tiempos y de las generaciones. Ongay tuvo la cobardía de agredir a un pueblo indefenso e hizo gala de una crueldad y de una insania que no han tenido ni tendrán paralelo -estoy seguro- en la historia de esta guerra incipiente aún. Nada había variado en el pueblo cuando Ongay llegó después de haberse retirado las tropas de Pacheco; la audiencia y el cuartel estaban llenos de provisiones; por órdenes de su capitán, los invasores se dividieron en guerrillas y se dedicaron al asesinato y a la destrucción. Fueron incendiadas las casas sin dejar ninguna en pie, se cegaron los pozos: Y la mayor infamia: un grupo de ancianos, mujeres y niños que habían logrado esconderse, al ser descubiertos fueron encerrados en una casa a la que se prendió fuego sin piedad, siendo contemplado este inhumano espectáculo con risas y voces de alegría de parte de los propios autores. Todo lo que pertenecía a la iglesia: imágenes, paramentos sagrados, fue destruido e incinerado. No quedó piedra sobre piedra de lo que fuera un pueblo trabajador, morigerado, alegre, al que sólo podía acusarse de ambicionar ser libre y respetado como deben serlo todos los seres humanos.
JACINTO: Se vengaron de tu pueblo, Cecilio, ya que no pudieron vengarse de tu persona.
CECILIO: ¿Vengarse en ellos? ¿Y de qué? ¿De haber querido acabar con tres siglos de sojuzgamiento y esclavitud que hemos venido padeciendo los mayas desde que el primer europeo puso la planta en nuestra tierra? ¡Curiosa venganza la suya! La nuestra sí que fue incubándose en el tiempo, a través de las grandes penalidades, de las tremendas injusticias a que hemos sido sometidos. ¡Y quieren que la reprimamos, aunque nos torture el alma! Para nosotros es la venganza una forma de justicia, primitiva si se quiere, pero justicia al fin, la única que se nos ha permitido, y no renunciaremos a ella. ¿No es la nuestra una actitud altamente humana? ¿O es que como seres humanos nos diferenciamos en algo de ellos como no sea el color de la piel? Por eso continuaremos la guerra y mataremos como matan ellos. ¿No en el asesinato, la destrucción, la explotación y el robo han encontrado durante centurias, y encontrarán siempre, los hombres civilizados, las principales fuentes de su poder y de su riqueza? Nosotros también podemos tener acceso a ellas, y reclamamos el derecho de tenerlo. Tú que eres un hombre rico, Jacinto, quizá no puedas entenderme.
JACINTO: Jamás he acumulado tesoros, Cecilio; yo gasto el dinero que gano en satisfacer mis gustos y en servir a mi esposa y a mis hijos. La riqueza encona los espíritus, y el ahorro es vicio de hormigas. Los mercaderes y traficantes merecen mi desprecio.
CECILIO: En cambio yo soy hombre pobre y lo he sido siempre; no tengo ni he tenido jamás otra riqueza que mi espíritu rebelde, mis ímpetus de lucha y mi odio contra la injusticia. Sin embargo, a pesar de lo mucho que nos separa como entes sociales, es más fuerte lo que nos une como mayas, como hombres pertenecientes a una raza privada de libertad, de derechos, de justicia. Ya ves que, pese a nuestras divergencias de criterio, estamos peleando juntos, yo por la línea dura y tú por la blanda, pero ambos por un objetivo común.
JACINTO: Sí, y pelearemos juntos hasta el último día, porque no sé faltar a mi palabra. Pero vuelvo a decirte, Cecilio, que tenemos que deponer los odios, para no llevar la lucha a los actuales extremos de exterminio y de violencia, si queremos apresurar la victoria. Nuestra meta inmediata debe ser forzar al gobierno a ceder a las demandas de los mayas, como base para emprender la segunda etapa de la batalla que nos conducirá a controlar el gobierno del país. Cualquier otro camino me parece torpe y contraproducente.
CECILIO: Yo pienso, con base en la experiencia, que por caminos de conciliación y acomodo no se conseguirá nada beneficioso, pues estamos convencidos que para los gobernantes blancos, indio y enemigo son sinónimos. Y como a enemigo nos tratará hasta lograr nuestro exterminio. El blanco cree que el indio es un salvaje incapaz de razón. De aquí que lo explote como si fuera bestia. El blanco burla a nuestras doncellas y convierte a nuestras madres en cabras paridas para amamantar a los niños ricos de la ciudad. Para el blanco no somos sino animales baldíos. Sólo falta que empiece a herrarnos para que caminemos más leguas. No hay otro remedio, pues, que llevar adelante la guerra hasta conseguir la derrota del enemigo. Sólo así podrán salir los indios de la miseria en que viven. Y lo que convenga hacer, hay que hacerlo pronto, pues nuestras fuerzas son pocas y no tardarán en agotarse. Para tratar sobre lo que debemos y lo que conviene hacer, he venido, Jacinto. No hay ninguna duda: conseguir ventajas por medios pacíficos es engañarse y engañar a los indios. Y yo prefiero la muerte a pasar por embustero.
MARCELO: El jefe tiene razón, papá. Esta guerra debe ser nuestra guerra. Y debe ser breve y recia, pues hay que aprovechar la quiebra en que hoy se encuentra el gobierno; sus tropas casi no tienen vituallas ni municiones. Si no procedemos con prontitud, vendrá el fracaso y tras el fracaso, la rutina. La miseria nos doblegará, reinará el hambre y tras el hambre la muerte. Y no nos paremos a oír más promesas que ya hemos oído bastantes para no creer en ninguna. En cada conflicto nos prometen oro, tierra, bendiciones, libertad y paraíso. Y ya se ve lo que tenemos: desnudez, cárcel, hierros e infierno. Que tú seas un generoso «tatich» y a tus hijos no nos haya faltado nada hasta hoy, no quiere decir que no estemos en actitud de comprender los sufrimientos, las privaciones y las desgracias de nuestra raza. Si los blancos hoy no tienen armas, mañana las tendrán a montones y entonces combatirán sin tregua y con saña hasta aniquilarnos. La furia del blanco no conoce límites, papá, y su crueldad es ancha como su avaricia. ¡Cuando se vea fuerte con qué alegría arrasará nuestras casas y robará nuestros sembrados y cegará nuestros pozos y hurtará a nuestros hijos y violará a nuestras mujeres! Y los que escapen a la muerte no tendrán más remedio que huir y refugiarse en los bosques. ¡Y aun en los bosques seremos cazados, y aun bajo tierra serán buscados nuestros despojos! De raíces se llenarán las barrigas y el agua se beberá de bruces como la beben las bestias; las mujeres parirán sobre las piedras, los muertos serán enterrados desnudos, y de nuestra fe hará escarnio el poderoso…
CECILIO: ¡Bravo, eres un hombre, muchacho! Tú serás uno de los héroes de nuestra guerra…
JACINTO: (Emocionado abraza a su hijo.) Me emociona escucharte, hijo. Pero todas tus razones me conducen a afirmar mi criterio de que hay que ganar la guerra por medios menos violentos, pues presiento que será muy difícil que la ganemos con las armas… y no quiero hacerla de profeta…
CECILIO: Profeta o no, sostengo que sólo la derrota y el extermino del blanco podrán cambiar la suerte del indio. ¡Libres o muertos, no hay otro camino para nosotros!
JACINTO: Por solidaridad, estoy dispuesto a luchar hasta el fin; mi manera de pensar en nada estorbará la marcha de la guerra que está íntegramente bajo tu jefatura, Cecilio.
CECILIO: Estas cosas quería oírte decir, Te felicito. (Puestos de pie, se dan la mano.)
VENANCIO PEC: (Desde la puerta.) ¿Se me permite entrar?
CECILIO: Adelante, Venancio.
VENANCIO: Cumplí la misión que me encomendaste, jefe. Y puedo decirte que a pocas leguas de aquí han sido localizadas las avanzadas del capitán Ongay que viene sin duda con la intención de copar a Culumpich.
CECILIO: ¿Es un hecho?
VENANCIO: Comprobado por nuestros espías.
CECILIO: Entonces, no hay tiempo que perder. Es la ocasión de acabar con Ongay y no la malograremos. Jacinto, ordena que una columna salga a contener al enemigo, en tanto que el grueso de la tropa busca un sitio adecuado para guarecerse y aprestarse al combate. Dios, que nos brinda esta oportunidad de tomar santa venganza, nos iluminará para organizar una derrota digna del abominable capitán asesino de indios indefensos. Confiemos en Dios, compañeros…
JACINTO: Enseguida. (Sale)
VENANCIO: Sugiero el rancho Chumboob; allí podremos batir con buen éxito a Ongay y a sus hombres. De haber algún contratiempo que nos obligue a evacuar la plaza, podremos, después de abandonar Chumboob, caer sobre el rancho Yaxché donde doña Dolores Patrón, la dueña, guarda mucho oro y muy valiosas alhajas que nos servirán para comprar más armas en Belice.
CECILIO: Me parece magnífico el plan. Bien, Venancio; no me equivoqué cuando te traje conmigo. En marcha. Hasta la vista, Marcela.
MARCELA: Buena suerte, don Cecilio.
MARCELO: Salgo con ellos mamá.
MARCELA: Que Dios te ayude, hijo.
VENANCIO: ¡Libres o muertos, no hay otro camino!
Oscuro
Fernando Muñoz Castillo
Continuará la próxima semana…