Letras
Rocío Prieto Valdivia
La última vez que vi a Leonora, estaba sentada junto a la ventana que daba al lado izquierdo de la entrada del café: su rostro resplandecía con los rayos del sol. Sus manos eran delgadas, nacaradas. Recién se había hecho el manicura.
Me gustaba verla llegar siempre con una sonrisa que me abría el paraíso, con sus ojos color ámbar siempre alegres. Le encantaba el café con dos cucharadas de azúcar y leche descremada. Debí ser una estúpida al no percatarme que poco a poco sus manos se iban manchando, que a duras penas podía sostener el libro que cada día ella llevaba para leer.
Recuerdo que cuando Sandra inauguró el café, hubo poca clientela; las mesas estaban adornadas con macetas color blanco y orquídeas color púrpura; los manteles blancos, con rombos azules, cubrían el mosaico que Sandra, mi socia, se empeñó en poner a las mesas.
En las blancas paredes colgaban cuadros de colores neutros. Al fondo de la cafetería había un gran árbol de jacaranda; daba unos alegres racimos de flores. A un lado pusimos una repisa repleta de libros, algunos estaban a la venta, otros eran para los clientes.
Habían pasado pocos atardeceres cuando la vi asomarse, con mucha emoción por haber encontrado el lugar perfecto para huir unos momentos de la extenuante rutina de todos los días; su trabajo quedaba a pocas cuadras.
Ella siempre pedía algún postre libre de gluten. Mientras deglutía cada pedacito del pastel, disfrutaba intensamente su libro; entre el voltear y voltear de la hoja, lo terminaba de leer muy rápido. Al cerrar el libro, en su rostro se reflejaba la alegría de esos momentos con ella misma, en un acto egoísta de envolverse en las historias de los muchos libros que quizás había leído ya.
Los meses fueron pasando.
Me sentía muy atraída por ella.
Una tarde de noviembre la vi usar audífonos. Traía una tableta. Atisbé por encima de su hombro y leí unos cuantos párrafos, mientras le llevaba su café. Esta vez lo pidió frío y con popote; me pareció sumamente raro que de pronto cambiara de gustos, pues llevaba meses pidiendo lo mismo cada vez que asistía.
Sus visitas al café se fueron espaciando. Todo me parecía tan insípido sin la presencia de Leonora. Me había enamorado de ella, pero me daba pena confesar lo que sentía… ¿y si me rechazaba?
Quería conquistarla, así que fragüé un plan. Todo estaba ya en mi mente: trataría de escribirle un poema. Estaba segura que Leonora quedaría encantada con aquella muestra salida de mi alma.
Así que algunas tardes me quedaba leyendo junto al gran árbol -que ya no daba flores y de repente se secó. No sé si fue un presagio o solo concluía su ciclo de vida.
Nos dio muchísima tristeza despedirnos del árbol. Entre eso y la pandemia del 2020, cerramos unos meses el café. Cuando todo se estabilizó, reabrimos el local. Muchos clientes ya no volvieron, entre ellos Leonora.
El invierno vino más crudo. Las vacunas por fin llegaron y poco a poco fuimos volviendo a la normalidad.
No sé cuántas veces evoqué a Leonora.
Una tarde, por fin, hubo noticias de ella.
Llegó un mensajero con una donación de libros. Al abrirlos, todos tenían el nombre de Leonora: había fallecido al finalizar el invierno, víctima de la esclerodermia, esa enfermedad silenciosa que le impedía disfrutar lo que ella tanto amaba.
En un último intento por volver al lugar que la hacía tan feliz, volvía en esencia.
Hoy por la tarde, mientras el sol cae y las personas entran y salen del café, evocaré a Leonora. Recordaré sus manos mientras disfruto de un café, con leche descremada y dos de azúcar, mientras evoco la primera vez que la vi entrar.
Y leeré algunas frases que ella dejó en las páginas de sus libros… para creer que también me amaba.