Letras
Juan José Caamal Canul
“Mi maestro es don Tabo,” así de solemne salió la frase ante la que los ahí reunidos, después de escuchar, soltaron una concatenada primera, segunda y tercera ristra de carcajadas.
Éramos adolescentes, irreverentes ante lo solemne o serio. Cualquier cosa que nos dijeran, la respuesta era risa. Necios de pura necedad.
Sin embargo, también había algo: poco o mucho de falta de respeto ante una persona y el noble oficio de la carpintería.
Más que prejuicio propio, nuestro, también contaba el del pueblo entero. Nadie podía asumir que “Don Tabo” fuera carpintero y además ejerciera el magisterio, se minimizaba o ninguneaba el ejercicio de su oficio.
Quien lo dijo es el motivo de estas letras. En el relato se muestra un poco de su carácter.
Quizá todo comenzó con ideas encontradas sobre cómo hacer tal o cual cosa, o cómo ensamblar dos maderas, o cómo hacer cortes perfectos para que ajustaran bien.
Don Beto Coral, el maestro del taller, con toda paciencia y experiencia explicaba a la otra parte. Este insistía en mantenerse en su postura y opinión, sostenido y mantenido en pie por el tiro y la yunta de las mulas de la terquedad.
Ahora que platico con algunos ex compañeros del taller de Carpintería de los viernes, recordamos que aquel ambiente era una pachanga bohemia, risas y cotorreo. Los más serios y centrados no estaban en ese taller, escogían el de Dibujo Técnico.
En nuestra esquina vivía un humilde carpintero, “Don Tabo”, que desempeñaba uno de los trabajos más humildes que se pueden concebir: hacer ataúdes para los vecinos más humildes del pueblo. Cajones de madera áspera, de pino, con tablas acaso sin cepillar o cepilladas a la ligera. Los campesinos venían con su mecapal y cargaban las cajas a sus espaldas.
Como si la muerte no bastara para ser humilde de verdad, se puede ser humilde, pero al descender a la última morada terrenal se hace con dignidad.
En la cultura maya yucateca existe el Xoch o Xich, un ave de mal agüero que, con su graznido perturbador, si se le sabe identificar, anuncia la proximidad de la muerte. En cambio, cuando por el rumbo se escuchaban los golpes de martillo sobre las cabezas de los clavos que salían del taller de aquel carpintero, era porque el tránsito hacia la muerte ya había ocurrido.
La industria de “Don Tabo” era esta, y no se recordaba que hiciera alguna otra cosa más. Tampoco recuerdo que en nuestra casa se le encargara algún trabajo o reparación en la que interviniera su oficio.
Nuestro personaje vivía enfrente del taller de “Don Tabo”; quizá acudía a mirar los trabajos que ahí se hacían. Pese a su carácter, le encontró gusto al oficio, más que nadie de nosotros de la generación. Después de la Secundaria, sin poder o querer seguir estudiando, se matriculó en aquella escuela de capacitación a la que nuestro pueblo yucateco debe mucho: las Misiones Culturales.
Fue uno de los alumnos más aventajados y así se lo reconocieron. Precisamente el maestro que impartía el taller era un maestro carpintero de primer nivel.
Luego se fue a los Estados Unidos, donde se requiere el desempeño de oficios industriales calificados. En el pueblo siempre se le consideró un artesano, vaya, un artista de la madera; en otro ámbito espacial, fue un obrero.
Pasado los años, podemos resumir que en la esquina vivieron dos carpinteros: el más humilde y un ebanista, el más virtuoso, al que casualmente tampoco le encargamos trabajo alguno.
En la casa se pedían trabajos en otra carpintería, la de don Venancio. Cuando lo conocí, era un venerable anciano que recuerdo acostado en su hamaca, con algunos trabajos terminados a su alrededor, listos para su venta.
Del taller de don Venancio provenía, por ejemplo, una tabla de planchar que aún se conserva como un tesoro, pues asombra el mecanismo ideado: de lo más sencillo para plegarse y guardar detrás de las puertas.
También ahí se encargaba la hechura de las neveras de madera, forradas en su interior con lámina galvanizada, para conservar el hielo que traían de Izamal. Muy pocos en el pueblo podían darse el lujo de poseer un aparato frigorífico funcionando con energía eléctrica. Así pues, en neveras se guardaba el hielo, lo que hoy en día es de lo más común y que en ese entonces era una maravilla en nuestro pueblo, tal cual relata quien ya lo ha relatado antes, quizá una maravilla fugaz como lo es hoy, por ejemplo, el tiempo aire de la telefonía celular.
De ese tiempo es la prohibición a los niños y a cualquier persona de “anolar” el hielo o acabarse de un solo trago la bebida servida en un vaso, porque ahí estaba el sedimento que era “arenilla” que se va a los riñones y ocasionaba piedras, “cálculos” en los riñones. Era la sabiduría popular, quizá vigente y válida en el presente.
Nuestro personaje alguna vez me refirió una historia de otro colega suyo, carpintero de un pueblo vecino al nuestro, sin especificar más, sin entrar en más detalles.
Lo conoció en Los Ángeles, California, en los mismos talleres donde se fabricaban molduras para la edificación de casas de madera, como es el estilo de construcción en Estados Unidos. Lo recordaba muy bien porque deambulaba solitario en los acotamientos de las highways, hundido en la tristeza de quien está y se siente solo de verdad; la imagen, andar a pie, es de las más desoladas en una ciudad mecanizada e industrial como las de allí.
Me refirió que lo encontraba algunas veces en los puentes peatonales. Supo de su desamparo porque estaba, o parecía, aún estar enamorado de una mujer, pero la mujer no lo estaba ya de él.
Lo que vale, y por eso recupero esa historia de aquel amor, es la manera en la que se enamoran y se aman los locos de amor.
Era la fiesta de su pueblo y viajó desde Estados Unidos. Recordó que llegó a las tres de la tarde, la hora de inicio de la corrida. Bebió cervezas, comió “xix”, se metió al ruedo y toreó.
Por la noche entró al baile, ahí conoció a la mujer más bella y se enamoró. Recordaba a aquella mujer, esos recuerdos eran de poco tiempo antes de que se fuera del pueblo.
Era una niña feúcha, dijo, que corría con sus hermanitos por el parque principal; descalza, con los cabellos revueltos y la cara sudada y con mugre acaso. Ahora, a la vuelta de los años, pocos años, la encontraba hecha una mujer.
¿Que se dijeron? ¿Qué le dijo? ¿Cuál fue la música con la que endulzó los oídos de aquella muchacha “prometida” en ese momento en noviazgo y matrimonio?
Se “fugaron” al viejo estilo de los cuentos de amor en los pueblos, cuando parejas de jóvenes se “escapan” hacia el refugio de la casa de la abuela, de la suegra, de la madrina; los más temerarios a alguna ciudad del Caribe.
Etelvina, le llamó la atención, en ningún minuto dejaba libre un maletín deportivo de vinilo. Viajaron a Cancún y de ahí a Tijuana, en espera de pasar a Estados Unidos.
Entonces le preguntó: ¿Que llevas ahí? Ella le respondió: Son los ahorros de Baquero.
Ella, en el motel, sobre la cama, corrió el zipper, introdujo las manos y estiró los labios negros de aquel maletín color piel. De los billetes asomaron las efigies de Plutarco, Cuauhtémoc y Lázaro. “¿Para qué es todo ello?” le preguntó, “¿o era?
“Para la boda, -le respondió-, la luna de miel, la casa y para vestir la casa.”
Baquero era su novio en aquel pueblo, hasta que él y ella bailaron la noche de sábado de fiesta y se fugaron para siempre.
Baquero, para quien lo quiera saber, trabajó de todo y en todo como burro de noria. Todo lo que ganó, se lo entregó a la novia.
En el hotel de paso de Tijuana contaron el dinero, abrieron una cuenta en el banco y lo depositaron. Aquel dinero en efectivo, en una bolsa de mano, era un peligro. Lo recuperarían del otro lado de la frontera.
Para ese tiempo del relato, después de cuatro hijos y casi quince años de vida en común, el matrimonio estaba disuelto. Quizá por amor propio, por orgullo, no se resignaba a ello.
Pensando en este amigo carpintero, me vienen a la mente muchas escenas. Expongo dos…
Dos hermanos – 1
No siempre puedo venir al pueblo, a la casa. Sin embargo, tengo una imagen precisa y guardada en la memoria: salgo a la terracita del frente, atravieso la línea del truck, primero; luego, de pie sobre un durmiente de la línea del “cambio” del ferrocarril, miro hacia la esquina y los veo, a su hermano y a él.
El sol, una bola naranja a la extrema izquierda, casi oculto a mi vista por los árboles frondosos que escoltaban aquel tramo amplio del derecho de vía por donde pasaba la línea del tren, en especial la línea alterna del cambio de vías.
Es un verano ardiente, sin los grados de ahora.
Ambos sin camisa, lanzándose golpes, uno agresivo. el otro a la defensiva; primero como juego, luego algo más en serio, para terminar peleándose de verdad.
Eran como aquellos juguetes de artesanías de colores vistosos, boxeadores de madera que se vendían en las ferias del pueblo que tenían un sencillo mecanismo: un dado de madera en medio y un fleje sosteniéndolos, provocando el encuentro. Al impulsar hacia abajo el dado sobre el fleje, los boxeadores, con los brazos sueltos, se tiraban golpes, veletazos como se dice al golpeteo a ciegas y descontrol.
Dos hermanos – 2
Ambos hermanos se reían de nosotros, semiocultos, confundidas sus testas con las piedras de la albarrada, calle de por medio, de mi hermana y de mí.
Imaginen esta escena en un pueblo: Dos niños jugando a tirar lanzas a los gigantes de cabellera “punketa” verde y decenas de bracitos por el cuerpo, que invadían y se posesionaban de nuestra casa del terreno, resistiéndose a abandonar el territorio invadido.
Gigantes con los cabellos verdes y racimos de gránulos en el cuello, donde anidaban y se guarecían del sol del trópico los murciélagos.
A pesar de ser gigantes, tenían extremidades cortas por todo el cuerpo. Las lanzas eran para enojarlos, fastidiarlos, herirlos, asustarlos, derribarlos. Aunque las batallas fueran todos los días, no se les podía expulsar.
Esta es la realidad
Los gigantes era las palmeras de huano; las lanzas, las varas secas de las mismas palmas.
Nuestro abuelo dejaba crecer las palmas de huano en el terreno para luego, crecidas y maduras, cortarlas, dejarlas secar. Una mañana, húmedas por el rocío, usarlas porque tenía una casa y una cocinita, que perteneció a la bisabuela Norberta, que aún en los años 80 recibía mantenimiento, es decir, se sustituían las palmas de huano que se habían convertido en detrito.
Los excedentes de las palmas de huano se vendían. En esos años nadie vivía de eso, porque ya casi nadie tenía una choza de palma de huano, pero lo que se obtenía generaba un ingreso que el abuelo ahorraba celosamente.
De nuestro personaje, si es que he logrado trazar un esbozo de él, es lo que poseo: memoria y recuerdo. Ya no está. Ha emprendido un largo viaje. Bien vale, considero, evocarle.
Quizá quien pudo, y puede, posee y atesora algunos de los trabajos salidos de sus manos. Solo en una ocasión vi un trabajo: era una puerta de madera con un ornato al relieve, una canasta de frutas tallada en la misma madera.
Uno de estos días regresaré al pueblo y preguntaré quién tiene alguno de los trabajos del amigo carpintero y ebanista. Entonces haré un fotorreportaje de su obra. Hasta entonces.
27 de mayo de 2024.