Letras
Joel Bañuelos Martínez
El sol inclemente del mediodía quemaba como brasa. Sin embargo, el agobiante calor no mermaba la fortaleza de aquella mujer que, petaca al hombro, iba por los surcos de aquella tierra de la que ya habían levantado la cosecha de maíz y frijol.
La piel blanca de doña Petra se notaba roja. Envuelta en una pañoleta y con un sombrero de palma cubriendo su cabeza, de vez en cuando paraba unos instantes, se limpiaba el sudor con un pañuelo rojo, y tomaba un trago de agua del bule que también colgaba de su hombro; luego continuaba su labor, que consistía en buscar entre las milpas secas pequeñas mazorcas que quedaban ocultas entre la espiga y los cañajotes después de la pizca. Así, con su mano izquierda hurgaba entre los cogollos y con la mano derecha, al encontrarlas, rasgaba la hoja con un piscador metálico y las colocaba en su petaca.
Luego de la pepena, buscaba el claro de la tierra donde habían desgranado el frijol después de la «faina» y comenzaba la recolección de los azufrados y preciados granos de frijol.
Por la tarde, antes de caer el sol, tenía que tomar el camino de regreso a casa para dar de comer a sus cerdos, patos y gallinas, antes de que éstas treparan a los árboles que abundaban en el corral de su casa. Para esa hora la esperaba Beto, su hijo, que también regresaba de su trabajo. En la casa de doña Petra nunca faltó el maíz, el frijol y los huevos que sus aves de corral le proporcionaban.
Doña Petra no tenía marido, nunca nadie le preguntó por qué y tampoco ella hizo algún comentario acerca de su vida personal. Ella todo su mundo lo resumía en el trabajo, el amor a su hijo, el cuidado de su casa, sus árboles frutales y sus animales domésticos. De su huerto recolectaba frutos y los llevaba a vender a la paletería del pueblo.
Ella y su hijo siempre fueron felices, se les notaba a leguas en sus caras sonrientes y amigables. Doña Petra había construido ese mundo donde no existe la tristeza porque todo lo convertía en una oportunidad.
Un día, doña Petra se fue del barrio y se llevó a su hijo. Nunca se supo de ella y aquella casa, con una huerta de árboles y animales domésticos, cayó en depresión.
A 40 años. Aunque muchos árboles quedan todavía, están descuidados, y por las noches parecen suspirar, recordando a la mujer que los regaba, los podaba y los protegía de las plagas.
Así era doña Petra, que dejó un legado de trabajo, de tesón, de férrea disciplina, de amor a su tierra y su gente. En su equipaje seguramente se llevó una parte a donde emigró para hacer florecer su entorno.