Don Tomás Chi, El Curandero
Cuando era pequeño – en los años treinta – oía a un tío mío que conversaba a sus amigos sus experiencias como chiclero.
Año con año iba a las selvas del que era territorio de Quintana Roo, de muy difícil acceso, a picar el chicozapote y recoger la resina en unas bolsas que llamaban chivos; en una paila grande la cocían y luego llenaban los moldes para formar las marquetas que se medían por quintales.
Toda la producción era de exportación, por eso, esa labor era bien remunerada. Era trabajo duro y peligroso, pues los zapotes eran altos, frondosos y resbalosos. Durante la temporada llovía diario, favoreciendo la existencia de muchos insectos nocivos a la salud, entre los que se encontraba el mosquito anófeles, cuya hembra transmitía el paludismo.
Los chicleros provenían de muchos lugares de la República y aun de muchos países como Guatemala, Honduras Británicas, El Salvador, etc.; eran hombres bragados, arriesgados y ambiciosos. Se robaban, peleaban, e incluso se mataban entre ellos, porque en la selva impera la ley del más fuerte, astuto o desalmado. Hay algo más: había entre ellos prófugos de la justicia de sus lugares de origen, y estar ahí les resultaba un refugio excelente.
Lo verdaderamente tétrico era la existencia de una fauna exótica y maligna: monos, tigres, tigrillos, pumas, venados, panteras, variedad de aves entre las que sobresalían las guacamayas grandes y pequeñas, pavo de monte, picorreal, loros, búhos y hasta quetzales. También había reptiles y, entre los ofidios, una variedad de serpientes venenosas de hasta dos metros de largo y ocho centímetros de ancho, como las cascabeles, y medianas de cincuenta a sesenta centímetros de largo, como la coralillo, la Wol Poch y la Nauyaca, esta última abundante y mejor conocida en la montaña como la “cuatro narices” y también como “barba amarilla”.
Entre las cosas que contaba el tío estaba ese superpeligro: Todos temían a la famosa “cuatro narices”, ya que estaban seguros de que el piquete o mordedura de esa víbora inocula un veneno muy poderoso y mortal en diez por ciento de los casos. Hubo chicleros que, al ser picados en un tobillo o en una mano, con su afilado machete de un tajo se quitaban la mano o el pie ahí mismo, porque a aquellos que les tocó ser inoculados en una arteria, su muerte fue casi instantánea. Así mismo, hay quienes murieron del puro susto, sin que necesariamente les hubiera atacado alguna de esas alimañas venenosas.
Por esas narraciones aprendí a tenerle respeto y miedo a esos animales; bueno, más miedo que respeto y cuando, por casualidad, veía algún ejemplar, vivo o muerto, fuera venenoso o no me producía un escalofrío en todo el cuerpo, principalmente en las manos que me sudaban frío. Ya mayorcito, en los años cuarenta, aún permanecía en mí esa animadversión por los reptiles, cualquiera que fuera.
En la casa familiar, que tenía un gran terreno en el que cada año sembrábamos maíz y calabazas, solía aparecer una que otra culebra ratonera que una de mis hermanas se encargaba de aniquilar. Cuidar de la milpita, el huerto y el jardín era obligación de todos los hermanos; teníamos que poner nuestro granito de arena al sostenimiento del hogar. Jugábamos como lo hacían todos los niños y jóvenes, pero lo hacíamos estrictamente cuando teníamos el tiempo libre. También todos estudiábamos.
En 1948 ingresé al servicio de la Secretaría de Educación Pública como maestro de escuela y, como tal, recorrí muchas comunidades rurales. Fue en Ekpedz, a ocho kilómetros de Tihosuco, Quintana Roo, donde conocí a la famosa “cuatro narices”.
Antonia Poot -una de mis alumnas- fue a buscarme a la casa del maestro para llevarme a conocer a esa serpiente, rara por el lugar según los vecinos. De unos sesenta centímetros de largo, y tres o cuatro de espesor, de color ligeramente verde oscuro, cabeza aplanada de forma triangular, todo el borde del hocico de color dorado y, encima de sus fosas nasales, dos círculos simulando otras fosas nasales. Ahí fue donde comprendí por qué se le llama “cuatro narices” y “barba amarilla”, nadie la conocía como Nauyaca.
En ese mismo lugar, todas las tardes -entrando la noche- se escuchaban unos raros sonidos que los vecinos mayores de edad identificaban como silbidos de una víbora que lleva por nombre Bech-kaan o Wol-poch, muy venenosa, de color rojizo o negra, con manchas semejantes a la de cascabel. Este animal se caracteriza, primero, porque en los caminos se confunde con la tierra y la maleza, como la codorniz; y segundo, porque se enrosca, y con la cola se impulsa para atacar a sus víctimas.
En Dzibil, treinta y dos kilómetros al sureste de la ciudad de Valladolid, conocí la serpiente cascabel. Un señor ex chiclero llamado Paulino Canché se entretenía con ella. Con una vara como de tres metros le iba cerrando el paso. Más de quince minutos estuvo haciendo lo mismo y riéndose de que el animal no podía escapar, pero hubo un momento en que éste se enojó y comenzó a sonar insistentemente sus pequeños cascabeles, como si fuera una afinada sonaja. Todo esto sucedía a las puertas de la escuela, y para los niños era un espectáculo poco común y divertido, hasta que yo, acosado por los nervios, grité a Paulino:
– “¡Ya! ¡ya! Por favor, acaba de una vez con esa peligrosa serpiente, no se vaya a escapar y muerda a alguno de nosotros… ¿Y por qué no? Pudiera ser usted mismo o alguno de sus familiares.”
Haciendo caso del exhorto, la mató de un solo varillazo en la cabeza, y antes de botarla llamó a los niños para que la conocieran y se cuidaran de ella. No faltó quien dijera que “Paulino es un mach kaan: le gusta jugar con las culebras de cualquier clase que sean, no les tiene miedo, pero asusta a la gente con ellas.”
En 1950 trabajé en una comunidad denominada Xmabén, distante 53 kilómetros al oriente de Valladolid, comunicada con Xcatzín, Kuxeb y Mucel, todas cercanas a Xcan -serpiente-, llamada así por la existencia de gran cantidad de éstas y de las más peligrosas.
La vida en Xmabén era muy tranquila; en la plaza principal había un enorme cenote del que surtían agua y en el que andaban libremente ofidios de diferentes clases, tamaños y colores. Fue ahí donde conocí a don Tomás Chi, persona amable de trato agradable, de buen carácter y muy platicador, bondadoso y confiado, seguro de sí mismo y amigable. Poco a poco nos relacionamos y entablamos muy buena amistad y, por lo tanto, nos visitábamos.
En esas entrevistas conocí gran parte de sus virtudes, poseía muchos conocimientos relacionados con las comunidades circunvecinas. A pesar de sus sesenta años, conversaba muy bien sus recuerdos de cuando fue niño, joven y adulto. Su plática era fluida e interesante. Me aficioné mucho a escucharlo y lo procuraba cada vez que nuestro tiempo lo permitía. Le gustaba leer y yo le prestaba libros, folletos y periódicos. Se me hacía raro que no me comentara nada sobre la política estatal o nacional. Le interesaba mucho el presente y la forma de vida de sus compañeros campesinos.
Ese año, en vez de salir de vacaciones de semana santa, me quedé en la comunidad. El lunes de la semana mayor, como a las once de la mañana, llegó a la casa Antonia, hija de don Tomás Chi y me dijo:
– “Maestro, dice mi papá que si a comes pipián de cazón para que lo traiga.”
Le dije que sí, y al rato me llevó una ollita con el guiso calientito y oloroso, al igual que las tortillas de maíz. Pronto di cuenta de tan suculenta vianda, que además estaba en su punto de sal y de picante, con sus trozos de carne blanca y ligeramente brillante.
El martes, llegó de nuevo la niña y me dijo:
– “Maestro, que si comes cazón en chilmole para que lo traiga.”
– “Sí”-le dije, y aproveché comentar que el pipián estuvo riquísimo.
Antes de las doce horas del día llegó con el chilmole que estaba más rico, tenía más picante. El miércoles de nuevo me preguntó Antonia:
– “Maestro ¿a comes cazón entomatado?”
– “¡Claro, niña! ¡Tráelo!”
Lo trajo y rápidamente di cuenta de él. Este guiso fue con tortillas más gorditas, pero igual de calientitas que las anteriores.
El jueves ya no hubo pregunta: llegó la hijita de don Tomás Chi con un plato de calientes y olorosas empanadas de cazón con sal y epazote, su cebolla blanca preparada con chile verde y naranja agria. Lo único que hice para esa ocasión fue una taza de café bien caliente.
El viernes santo no hubo nada de comida a mediodía: todos estuvieron dedicados a rezar, pero en la noche hubo tamalada con atole de maíz endulzado con miel.
El sábado temprano estuve pensando que ya era demasiado lo que me había obsequiado don Tomás Chi, así que le llevé una bolsa de pan dulce. Al agradecerme el obsequio, su esposa me dijo que el señor había salido para Mucel a ver un enfermo. Ese día me enteré de que era curandero.
Pasaron varios días, diez o quince, hasta que nos volvimos a ver.
– “Don Tomás, ¿cómo ha estado?”
– “Yo muy bien, y a usted, maestro, ¿cómo le ha ido?”
– “Bien, para que más que la verdad” – le dije, e inmediatamente abordé el tema de la comida a base de cazón.
– “¿Le gustaron las comidas del cazón?”
– “Sí, todas estuvieron sabrosas.”
– “Si se las volviera a dar, ¿las comería otra vez?”
– “Desde luego, don Tomás.”
– “Bueno, si es así, sígame. Vamos a que vea la piel del cazón.”
Pasamos al patio de la casa y, sobre un gallinero rústico, había una grande, hermosa y brillante piel de serpiente de cascabel.
– “Esta es la piel del cazón, ¿qué le parece?”
– “Me parece increíble, ¿dónde y cómo la mató…?”
– “Maestro, por aquí abundan estas preciosidades. Ya grandes son imponentes, pero no peligrosas; las pequeñas -viboreznos-, esas sí son peligrosas. El diez por ciento de los mordidos por esa víbora pequeña se muere.”
– “Don Tomás, ¿cómo sabe cuáles serpientes se comen y cuáles no?”
– “Todas se comen, siempre que sean de regular tamaño; se mide una cuarta de la cabeza y se corta, una cuarta de la cola y se corta, lo demás es filete. Son los pescados de la tierra.”
Me quedé pensando sobre lo último que me dijo don Tomás, y al despedirme pregunté: “¿Podría decirme más acerca de las serpientes?”, a lo que me respondió:
– “Desde luego, nada de lo que sé sobre ello voy a llevarlo cuando muera. Es más, me gustaría conversárselo a ver qué aprende. Entonces lo espero cada vez que tenga tiempo.”
Como ya he dicho, este señor tenía muy buen sentido del humor y, cuando de nuevo nos encontramos, para abrir me dijo:
– “Soy Tomás Chi, no tomok chí -que quiere decir mal agüero-; tampoco soy H-men o hechicero, soy Tz’ak yaj o curandero. Me gusta hacer el bien, sobre todo a los que son mordidos por las serpientes que abundan en este rumbo, donde todavía no llegan los doctores.”
– “Don Tomás, si no es mucho abusar, me gustaría saber los nombres de las serpientes venenosas.”
– “Son muchas, pero le diré los nombres de las más comunes:
- Tsa’b kaan – cascabel
- Kalam – coralillo
- Beech kaan o Wol Poch
- Ni’kan kaan – “cuatro narices”, llamada también Nauyaca
- Ba’alam kaan – tan delgada que parece bejuco y anda en los árboles.
“Entre las no venenosas están:
- Och kaan – crece como una boa y se distingue de la “cuatro narices” cuando son adultas porque tienen una cruz negra en la cabeza. Esa cruz indica que no se le debe matar porque se alimenta de roedores: ratas, conejos, ardillas -enemigos de la milpa-. Muchos campesinos tienen una cerca de sus trojes y éstas llegan a conocer a sus dueños.
- Chaay kaan – chicotera. Anda en los árboles y en las casas, crece bastante y su carne es muy blanca, especial para ceviche.”
– “Don Tomás, ¿qué les da a los que son picados, qué les pone, cómo los cura?”
– “Bueno, inmediatamente hay que hacer una ligadura encima de la herida, agrandar ésta con un cuchillo o navaja, y hacerla sangrar; se lava la herida con agua de cal preparada como si fuera lejía, no muy fuerte porque quema, y quien no tenga herida en la boca chupa la parte mordida para extraer el veneno. Éste es el primer auxilio; luego hay que aislarlo, ponerlo en reposo absoluto y darle de tomar atole de maíz simple en abundancia, para que orine mucho y se desintoxique. No debe tomar ningún otro alimento durante treinta y seis horas, ni debe recibir visitas femeninas, y menos si éstas están menstruando. Se le pone a la herida una pasta de varias yerbas, corteza de chacaj, cardosanto, xk’antumbub, raíces de kan chac ché y cenizas del bosque recién quemado para la milpa. Estas cenizas se llaman Yalaelel.
– “Dígame, don Tomás, la palabra ts’aak significa medicina y también veneno, ¿es así?”
– “Sí, maestro, así es.”
– “¿Qué enfermedades sabe curar?”
– “Pocas. Para dolores de espalda, cabeza y músculos, con un colmillo de cascabel se van haciendo punciones en las partes doloridas, hasta que deja de doler. Compongo huesos quebrados y tendones torcidos en pies, manos, brazos y piernas, sobando con la ayuda del aceite de cascabel o de och kaan, cualquiera es bueno; son finos y resbalosos, se filtran en la piel y llegan a las coyunturas para lubricarlas. Dolor de muela o de oído se curan con el ts’aab o cascabel: se calienta ligeramente y se aplica en la parte dolorida. Hay una práctica muy común que me gusta hacer: dar a las niñas la oportunidad de pasar sus manos sobre la piel de las cascabeles para que aprendan a hacer el xokbil chuy o hilo contado, para que borden sus huipiles de colores primorosos. Maestro, no se le vaya a olvidar: soy ts’ak yaj -curandero-, no brujo.”
Después del ciclo escolar salí de Xmabén y hasta hoy no he vuelto físicamente, pero en mi pensamiento llevo presente a ese hombre tan amable que fue don Tomás Chi, que tenía seis casitas de paja en un terreno aislado -su sanatorio-, donde llevaba a los mordidos de víbora para salvarles la vida. Ese recuerdo se hace más fuerte cuando leo o escucho la noticia de alguien que fallece por mordedura de serpiente, a pesar de vivir en lugares donde existen Centros de Salud, médicos y, sobre todo, el suero antivenenoso o anticrotálico.
Mensaje a mis nietos: Todas las serpientes son útiles a la humanidad, pero no son juguetes. Se debe andar con los ojos abiertos y los sentidos alertas, porque están en todo lugar y se aparecen cuando menos las esperan. ¡Cuidado!
O – Chel
Elly Marby Yerves Ceballos
Continuará la próxima semana…