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Letras
LX
Mi abuelo compró su apellido a un noble arruinado por los excesos en los que cayó por tratar de alabar a su señor. Mi padre compró sus tierras a un judío perseguido que huyó con un par de maletas en las manos. Yo compré una mujer a un mísero padre ciego, mujer a la que no le pude dar el apellido de mi abuelo, pero enriquecí con las tierras de mi padre.
He tomado todas las precauciones después de la muerte de mi tía y de mi abuela. No seré más la niña de esta casa, sino el amo y señor. He despedido a todos los viejos sirvientes y sólo conservaré a mi ama de llaves y a la vieja cocinera que la sordera recluyó en su mundo de olores y sabores. Todos mis negocios serán desde ahora dirigidos sólo por mí. No confiaré en nadie. Haré crecer el legado de mi padre y defenderé mi orgullo
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Vestida de dama, salgo por las mañanas a ver lo de mis rentas, a cerrar tratos y estar atenta de la bolsa. Vestida de caballero, paso mis tardes en casa, aprendiendo a jugar cartas con el jardinero mudo, a manejar las armas, a leer los libros de una biblioteca que decomisé por un mal pago y que me hablan de un mundo que nunca veré, pero sobre todo a pensar en el hombre que quiero ser.
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Los amigos de mi padre desconfían de mí como yo de ellos. Ofrecieron comprarme mis tierras, aumentar mis rentas y librarme de la penosa carga que es el manejo de mis bienes. Les he dado las gracias por su interés y sus consejos inapreciables, pero qué haría yo, les dije, sin el sublime placer de enfrentarme con ellos todos los días para tratar de quedarme con un poco de lo que les pertenece. Creo que ya estoy ganando mis propios enemigos.
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Comprobé hoy la discreción de mi ama de llaves, le pedí que cosiera un corpiño que ciñera mi pecho para poder vestir un traje ajustado para mis noches cuando escapo de la casa vestida de caballero. Nada me preguntó cuando me entregó la prenda ni cuando me ayudó a probármela. Nunca se dió atribuciones con la familia, pero ahora pareciera que está de acuerdo en ser cómplice de mi doble vida.
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Crucé por el mercado hoy, compraré una casa en ese barrio que podré convertir en almacén. Había olvidado ese olor a frutas y carne fresca que me encantaba de niña cuando acompañaba a mi tía. Esos olores hicieron que perdiera mi ruta y me condujeron a callejones de cajas de madera y templetes. Fue en ese momento que vi a esa mujer de menuda cintura y amplia cadera, cuyo escote pronunciado mostraba el nacimiento de sus senos, mientras su hermoso pelo negro lo sujetaba un listón azul. No tiene más de veinte años. Su padre vende ajos en pequeños montones, a pesar de su ceguera. Pasé a un lado de ella y nos vimos de frente apenas. Ví en sus ojos lo que no había visto en los de ninguna mujer. Mañana tengo que volver a verla.
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Me negué a cerrar el trato de la propiedad hasta volver a verla, así que el dueño me llevó una vez más. La inversión no es lo que me preocupa sino el tiempo que tendrá que pasar para que pueda tener algún dividendo. Caminé nuevamente por el mercado y no tuve que tratar de adivinar dónde estaba el puesto de la mujer de pelo negro. Ahora fue ella quien pasó frente a mí y con sus ojos me dio nuevas señales.
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Como hombre he arriesgado mi vida varias veces. He pisado lugares donde sólo vestida de caballero podría internarme. He ido a burdeles donde mi fama de espléndido y misterioso me precede. Don Manuel, me llaman. A mis ropas les he sumado un pequeño pene de madera que yo misma he tallado y que ato a mi cuerpo con un cinturón de cuero. He tenido en mis brazos hermosas mujeres que no conocen la luz del día, que están lejos de la bolsa y los lugares caros. Las he besado con todo el fuego que encierra mi cuerpo, y me he movido con la cadencia que les provoca orgasmos. Ninguna ha tocado entre mis ropas mi miembro inútil, pero yo he tocado todos esos cuerpos con mis manos y he sentido sus pliegues internos con la punta de mis dedos. He bebido leche materna de madres perdidas y consolado a decepcionadas de la vida. He comprado todas las caricias, todos los falsos engaños, pero hasta ahora no estoy satisfecha de seguir siendo virgen en una vida que no es mía.
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Compré la propiedad a muy buen precio, pero no pondré el almacén porque prefiero venderla y obtener una ganancia rápida. También adquirí una pequeña casa donde instalé todo lo que necesito para llevar mis negocios. Contraté a un abogado experimentado y dos jóvenes aprendices. No volví al mercado, la propiedad queda por el momento en manos de uno de mis empleados. No quiero volver a cruzarme con ella porque entonces adivinará en mis ojos todo lo que yo descubrí en los suyos.
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No sirvieron mis precauciones, fue el destino el que me puso nuevamente junto a ella. Una noche, después de que bebi y jugué cartas en un burdel clandestino de hombres vestidos de mujeres donde nadie me hace preguntas, salí a la calle seguida de Román, pariente de mi jardinero, quien me cuida las espaldas y con quien nunca cruzo palabra. Esa noche había llovido y aún estaban mojadas las baldosas de las calles. Tirado al borde de la acera, el viejo vendedor de ajos gimoteaba. Apenas lo reconocí porque sólo lo había visto una vez, pero el recuerdo de ella hizo que me detuviera a socorrerlo, a pesar de las indicaciones de mi guardia.
El viejo tenía el rostro ensangrentado y la ropa hecha jirones. Me agradeció que lo ayudara y se apresuró a contarme lo que le había pasado. El viejo ajero tenía una familia de cinco que mantener, todos aún pequeños. Su nueva mujer lo había recibido con todo y su hija adolescente cuando enviudó. Ella era la que se dedicaba a vender ajos, un negocio de familia que quería acrecentar con la casa que poseía el viejo. En un principio todo fue bien, la mujer les enseñó a su marido y su hijastra todo lo relativo a la venta de ajos, fueron ellos quienes se hicieron cargo del negocio, mientras ella se llenaba de hijos. En un principio hubo buenas ganancias, pero con los problemas de la vista del padre vino también una absurda afición por el juego de dados, en el que en un principio el ajero tenía suerte. La ceguera terminó con esa racha cuando el viejo no podía ver ya como sus supuestos amigos le cambiaban los dados para que perdiera. Él quería aferrarse a sus sentidos y fue sacrificando el dinero de su familia por el juego y el alcohol.
Esa noche el ajero perdió de golpe toda su mercancía y su dinero en manos del carnicero tramposo, quien amenazó con matarlo si no cumplía su palabra. Asustado por la reacción de su esposa, el viejo le rogó al carnicero le devolviera su mercancía, y a cambio de eso le daría la virginidad de su hija mayor. El hombre se vio tentado por la oferta y aceptó. El viejo pensó que podría hacer un buen negocio si casaba a su hija con ese hombre, pero de no ser así no le perjudicaba porque pensaba quedarse con su hija siempre, ya que ella era sus ojos y su apoyo.
La muchacha esperaba afuera del tugurio donde estaba su padre con sus amigos y cuando este la llamó fue a ayudarlo, pero no le pidió que lo llevara a su casa, sino al sucio local de madera donde el carnicero había comenzado a afilar su cuchillo Ella, sin saber lo que le esperaba, entró al lugar y enseguida fue atacada por el comerciante. Él la tomó a la fuerza, pero de sus piernas ni una gota de sangre salió. El hombre sacó a empujones a la muchacha y arremetió a golpes al viejo ajero. Su hija corrió a buscar ayuda, pero a esas horas de la noche al parecer no había encontrado a nadie que los socorriera porque aún no había regresado, mientras, su padre trataba de recuperarse de los golpes del carnicero.
Al escuchar esto último saqué mi alforja de monedas y se las tendí al ajero para que las tocara. Le pedí a Román que se alejara un poco y me acerqué al ciego para hablarle al oído con esa voz de hombre que ya finjo muy bien. Le dije que yo le daría dinero para que repusiera su mercancía y para que pudiera vivir sin problemas durante mucho tiempo, pero a cambio quería a su hija para que fuera sirvienta en mi casa. El viejo bellaco sonrió diciendo que con ese dinero que le daba, su hija podría ser cualquier cosa para mí. No pude contestar nada porque enseguida llegó la muchacha, quien traía la falda manchada de sangre, aunque no sabía si era la de ella o la de las tablas donde el carnicero fileteaba la carne. La muchacha se acercó al viejo y éste le dijo que yo era un noble caballero que necesitaba de sus servicios en mi casa.
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Nubia se llama.
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Patricia Gorostieta
Continuará la próxima semana…