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Don Ernesto, el mayocol

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Crónicas de Mi Pueblo

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César Ramón González Rosado

¡No lo va usted a creer!… Pero es verdad.

Allí, muy cerca del cementerio, vaga por las noches un mal espíritu, de don Ernesto dicen, que fue mayocol de la hacienda Santa Rosa, cercana a mi pueblo.

Profiere gritos de venganza en contra de los peones que según rumores lo mataron, después lo descuartizaron, y tiraron sus restos en el monte para que lo comieran los zopilotes.

Las autoridades no dieron con los responsables del asesinato, pero en el pueblo se dijo que los culpables eran algunos “acasillados” de la hacienda, en venganza por los malos tratos que recibían del mayocol.

Acostumbraba don Ernesto, cuando el peón no cumplía con su fajina de trabajo de cortar setecientas pencas diarias, despuntadas y sin espinas, o si cometía alguna supuesta falta menor, amarrarlo al poste en donde se hacían las corridas de toros. Entonces le azotaba quince o veinte veces con una soga de henequén remojada en agua que aterrorizaba al más valiente. Después ordenaba que le curaran las heridas con sal y naranja agria, para luego encerrarlo en una pequeña celda húmeda en la que apenas cabía una persona. A veces los peones se recuperaban; otros se volvían locos, o morían.

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El hecho es que la gente no se atrevía a pasar cerca del monte pegado al cementerio, pues allí estaba el alma en pena de don Ernesto, que gritaba venganza en contra de sus asesinos. Allí mismo, en donde estaban tirados sus huesos, salía fuego por las noches, llamas del infierno, según decían.

Los feligreses pidieron al cura Teodosio que hiciera algo para que ese espíritu maligno dejara de espantar. Él dijo: “Es su castigo eterno, vagar por siempre por haber sido tan malo. Pero veremos qué se puede hacer.”

Entonces una noche, en los alrededores del cementerio, el cura, con ayuda de los habitantes del pueblo, encendió velas, rezaron el rosario y don Teodosio, armado con una rama, roció el lugar con no menos de dos cántaros de agua bendita, sentenciando: “¡Ya está! Con esto Ernesto dejará de vagar…” “Espero,” pensó.

Pero no pasó nada.

La gente continuó escuchando los gritos de venganza del mayocol y le protestaron al cura.

El párroco dijo: “Hagamos una cosa: no nos espantemos, no tengamos miedo. Hagan como que no escuchan y verán cómo esa alma en pena deja de gritar…”

¡Y no lo va usted a creer! Pero, cierto, el consejo de Teodosio dio resultado y don Ernesto el mayocol dejó de clamar venganza.

Yo sí lo creo porque Pisita, que fue testigo de esos hechos de mi pueblo, me lo contó.

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