Letras
Jorge Pacheco Zavala
Traté sin éxito de conciliar un sueño atrasado y pensé un instante en Dilange. Volví a luchar contra los vestigios de otras pesadillas. Entre respiración y respiración, parecía que la vida se me escapaba; sin embargo, la contenía con ahínco, con una fuerza acumulada que los escasos días soleados me habían regalado, como si en mis manos estuviera mi propio destino, un destino que ciertamente ya estaba resuelto…
Esta sensación de que el tiempo vuela. Esta sensación de que el tiempo es efímero. Esta sensación de que el tiempo no es tiempo, sino viento, me ha habitado desde la infancia. En las noches eternas me invaden las tinieblas que hacen cuita con los segundos que se atoran entre mi ventana y la vela gastada que me acompaña ondeando su débil flama. Soy ahora mi mejor compañía, mi única compañía. Las ramas de los árboles cuentan historias que desangran sus raíces y profanan su edad; son ellas las que me despiertan en medio de la noche; son ellas las que me cuentan acerca de otras vidas que hoy son ceniza, humo, dolor, tristeza y olvido.
Acaban de dar las doce en el reloj antiguo que marca el tiempo de otro tiempo, que arrastra los segundos de otra vida sin tiempo, que de una u otra forma me alienta a levantarme en medio de los fantasmas que se pasean en mi memoria, como si por los siglos de los siglos hubiésemos sido aliados.
Cuando la mañana aparece de nuevo, esta extraña forma me persigue, me rodea hasta hacerme suyo. Es una sombra, una forma extraña que pertenece a la noche. Sus movimientos son acompasados, rítmicos y voraces. Es una silueta apenas definida por el golpeteo del segundero del reloj de piso que le marca el ritmo y la cadencia. Mi figura de hombre enjuto cargado de años la asusta, me evade como si ambos estuviésemos conformados de materia disímil, como si de dos polos opuesto se tratara.
La vi llegar otra vez. Ahora cubierta por el espanto. En sus líneas, las sombras eran burdas, borroneadas, casi podría decirse que se trataba de un espectro. Permanecí quieto mientras el reloj golpeaba inmisericorde las doce veces como cada noche. Miré por el techo el agujero que también era eterno, y pensé en ella, en Dilange; la imaginé como siempre: etérea y liviana entre las nubes, impregnada de ese perfume que atrae a las mariposas.
Yo estaba en el profundo hoyo de la noche, pero no de la noche que viene con el día, sino de la noche que habita el alma humana. Yo, inquieto por el devenir de los segundos, de los minutos, de la oscuridad que no se iba. Yo, miserable sentenciado frente al cadalso, detenido tan solo por el segundero inoportuno de un reloj olvidado en una casa olvidada, donde un hombre olvidado ha dejado de luchar contra el olvido que se ha quedado para siempre…