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Diario de viaje (continúa)

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Nos habíamos dado cita en la fuente de Saint-Michel. Yo había recorrido todas las librerías desde la plaza de la Sorbonne y me armé de los clásicos franceses y de algunos contemporáneos refrechissants de origen extranjero. Tú habías preferido ir a ver las tiendas de souvenirs pensando en tus amigas. Te esperé los quince minutos que siempre llegas tarde, aunque impaciente por tu ausencia. Siempre me gustó ese lugar de reunión en pleno centro de París, donde, de estudiante, me daba cita con mis amigos y ahora, de turista, me emocionaba pensar que te estaba esperando.

Te vi aparecer entre la gente que atravesaba la calle hacia la fuente. Me encantas con ese pantalón que moldea tus nalgas y ese suéter marrón que robaste del armario de tu madre. Te ha crecido el pelo durante el viaje, pero tú como yo pensamos que es un lujo en Francia cortarse el cabello.

Sin darme tiempo para reclamarte cualquier cosa, tomaste una de las bolsas de mis libros y me contaste que estabas en un café con un nuevo amigo, un turco de una tienda de souvenirs que hablaba un poco de español y un fluido alemán. No hiciste caso a mis reproches y deseos de estar solas, querías que conociera al turco porque te había caído bien. Resignada, te seguí entre la horda de turistas que abarrotaban las calles de Saint-Michel entre tacos griegos y restaurantes con carnes frías en las vitrinas.

Me encanta tu inocencia, tu curiosidad. Iba atrás de ti pensando que lo único que quería era regresar al hotel para hacerte el amor, pero tenía que esperar porque ahora iba siguiéndote en un laberinto de gritos y sabores:

Antes de entrar al café me echaste una mirada pícara, coqueta, y supe tus verdaderas intenciones. Me presentaste al turco, un hombre con unos años más que nosotras, con un grueso bigote y pequeña barriga. Sabía bien que no era tu tipo, así que me tranquilicé. Se presentó en alemán, pero le contesté en francés y se extrañó, así que tuviste que contarle mis años de estudiante en la Sorbonne. Te veía platicando con él, risueña, desinhibida, con esos ojos expresivos y coquetos. Tenía ganas de abrazarte para que supiera que eras mía, pero más que su reacción, temía que te molestaras conmigo. Para el turco yo era demasiado seria, y tú le asegurabas que sí para tratar de ocultar mis celos.

Cuando fuiste al comedor, el hombre fue más directo conmigo, me preguntó si éramos pareja. Yo me sorprendí un poco, pero pensando en ti lo negué, quería dejarte jugar tu juego. El turco me contó que era un comerciante que estaba buscando estabilizarse en la vida, que hacía quince años que había llegado de Estambul y había logrado un pequeño capital. Todo esto era lo que te ofrecía, porque decía que quería convencerte para que te quedaras con él y me pidió que le ayudara. Estaba tan molesta porque no sabía exactamente qué es lo que había pasado mientras yo ingenuamente paseaba por las librerías parisinas mientras tú andabas de compras. Iba a levantarme cuando llegaste con una gran sonrisa a contarme que te habías encontrado a una mexicana en el baño del café y le habías dado unos consejos para hacer un tour rápido por la ciudad.

Tú seguiste platicando como si nada con el turco mientras yo cada vez me molestaba más, pero trataba de controlarme. Es cierto que eras bastante simpática y que no te notaba verdaderas intenciones de ligar con el hombre, pero los celos son así. Él pidió la cuenta y nos dijo que tenía que regresar a su tienda pero que nos esperaba esta noche para llevarnos a un restaurante de comida japonesa que le encantaba. Yo me negué, pero sorpresivamente tu aceptaste la oferta y dijiste que ahí estaríamos. Nos despedimos y él se marchó mientras que yo te pedía mil explicaciones, pero de respuesta tuve tus abrazos y tus besos diciéndome que no importaba, que era un tipo agradable. Me contaste, camino al hotel, que te hizo plática cuando entraste a su tienda y jugó a adivinar tu nacionalidad. Te cayó súper bien, como dices, y por eso accediste a tomar un café con él, es todo, me aseguraste, mientras ya me hacías promesas al oído para cuando llegáramos a nuestra habitación.

Desperté ya de noche y te encontré vestida para salir, me dijiste que íbamos a cenar con el turco, que te había llamado para confirmar, sólo que estábamos retrasadas, así que tendría que apurarme. Noté que te diste tiempo para arreglarte, y contra de mi voluntad me levanté y me puse lo primero que encontré. Apenas mojé mi pelo corto y despeinado y salimos rumbo al metro. En todo el camino hiciste remembranza de cuándo nos conocimos, habías jurado no volver a salir con nadie cuando tu novia te engañó y yo salía de una relación donde no veía futuro, a pesar de eso, hubo química entre las dos, y ahora estábamos en París de luna de miel porque nos habíamos casado con las nuevas reformas del gobierno capitalino. Al recordar tantas cosas bonitas y amargas, olvidaba a dónde íbamos y parecía no importarme. Sólo, antes de doblar la calle donde estaba la tienda del turco, te pedí que te portaras bien, a lo que me contestaste con una carcajada y un beso.

El turco ya estaba listo, pero no estaba solo, había un par de amigos con él y cuando nos vieron nos saludaron de beso a ambas. No estaba muy segura de seguir tu aventura, pero tú parecías contenta y me sonreías con complicidad. Nos fuimos al restaurante caminando, lo que me tranquilizó. Ya en la comida todo fue más tranquilo, aunque no dejaban de molestarme todas las atenciones que tenía el turco en plena conquista. Después de eso nos invitó a un antro de música portuguesa, entonces supe que le habías contado de tu delirio con la bossa nova y la samba. La discoteca constaba de dos grandes locales: Rio do Brasil y Sirenas. Primero entramos al Sirenas, centro exclusivo donde el turco tenía acceso ilimitado, todo mundo lo conocía y pasaba dando saludos de beso y palmeadas en la espalda.

Nos instalamos en uno de los privados con grandes sillones de cuero blanco a donde nos hicieron llegar mojitos cubanos. Uno de los amigos del turco, un joven apuesto, se puso a bailar mientras el otro trataba de entretenerme con las frases chistosas que conocía del español. Una joven fotógrafa nos tomó una foto para un sitio de Internet donde salen les soirées parisiennes. El turco con el que estaba le dijo a la fotógrafa que éramos las hijas de un rico colombiano y le dió nombres falsos que ella anotó en una libreta. Todo en realidad era divertido, pero ni aun los mojitos distraían mi atención de ti. No sé todo lo que le dirías al turco, pero él estaba encantado contigo. De vez en vez nuestras miradas se cruzaron y me sonreías, tenía ganas de ir a abrazarte, sentía que esta locura tuya podría traernos consecuencias.

El ambiente de la discoteca era más bien onírico, las pequeñas islas de sillones estaban delimitadas por cortinas de gasas azules y rosas envueltas en una luz tenue. La música, principalmente en inglés, invitaba a bailar también con ritmos suaves. Estuvimos menos de una hora allí y pasamos sin problemas al otro local, Rio do Brasil, donde el ambiente era totalmente diferente: un gran salón de baile amarillo con dibujos de plantas en las paredes, una barra donde vendían sólo cerveza y la samba a todo volumen. El lugar estaba repleto, sin embargo, un amigo del turco nos cedió su mesa donde quedamos bien ubicados los cinco. Inmediatamente fueron a buscar unas cervezas.

Yo, a pesar de lo maravillada que me tenía el lugar, trataba de no perderte de vista, no estaba dispuesta a darle lugar al turco para que intentara ganar mi territorio. Yo sé que también me veías. Él te invitó a bailar y tú gustosa aceptaste, no sin antes voltear a verme. No tenía nada que decir, pero levanté un poco mis hombros. Te fuiste con él al marasmo de cuerpos sudorosos que llevaban el ritmo de la música. Como pensé, el turco no tenía idea del baile y apenas movía un poco la cadera y los brazos, mientras tú me hechizabas con tus movimientos, con tu cadencia, como la primera vez que te vi bailar y que supe que serías mía por siempre.

Bebí mi cerveza rápidamente y enseguida tomé la que te trajeron a ti y que no tomaste. Accedí sin problema a la invitación de mi acompañante para ir a la pista a bailar, lo que casi estaba a punto de hacer yo sola. Sentía el roce de los cuerpos por todos lados, era casi imposible bailar de manera autónoma, parecía una maquinaria de la que tenías por fuerza que ser parte, seguir el ritmo o fenecer en la calle. Me acerqué en cuanto pude a ti y entonces fue tu piel la que sentí junto a la mía, y baile a tu ritmo, siguiendo las contorsiones de tu cuerpo, mientras tú me veías con esos ojos hechiceros. Nos llevó así la música por más de veinte minutos, hasta que el turco te pidió que te sentaras y yo hice lo mismo.

Fuiste al baño, tratando de colarte entre la gente que se arremolinaba en la entrada de la disco, entonces el turco fue directo nuevamente conmigo y me dijo que qué esperaba yo para decirte que te amaba porque tú me lo gritabas con los ojos. Yo estaba sorprendida y no supe que contestar. Yo soy el que está de más aquí, afirmó con tranquilidad. Se levantó y se despidió diciendo que todo lo que bebiéramos esa noche era por su cuenta, que no había problema. Antes de salir habló con alguien del bar y desde lejos, con una cerveza en la mano brindó conmigo; yo contesté con una sonrisa. No supe cómo fue, pero se dio cuenta de que nos amamos.

Regresaste del baño y te expliqué que habían tenido que irse pero que nosotras nos íbamos a quedar más tiempo. Quisiste ir a despedirte, pero te dije que era tarde para eso. Con una cerveza más te consolaste y me sacaste a bailar. Nos entregamos a la pista hasta que al amanecer tomamos un taxi rumbo al hotel.

Patricia Gorostieta

Continuará la próxima semana…

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