Letras
XXXV
1
Heroicos visitantes en el Castillo de Chantilly, dejamos las armas para entrar a la capilla. Los santos de madera, desaprobando, fingieron piedad y bajaron los ojos, negándose a vernos.
Soltaste mi mano con vergüenza.
Jesús descendió de la cruz, se tocó las llagas y después puso en tu vientre sus milagrosas manos ensangrentadas.
Pensé en Mahoma con su rostro en llamas e imaginé que mi vientre ardería bajo sus manos. Jesús te dijo algo al oído y me acerqué detrás de ti para capturar sus secretos, pero mi falta de fé me ensordeció. Paciente, me alejé del milagro.
Quise tomar testimonio de tu encuentro divino, pero minúsculas manos de santos me arrebataron mi cámara. Alcancé a quitarles cabellos que después vendería como reliquias. Pensé que Jesús se había tomado su tiempo, pero no quería que mi escepticismo arruinara tu experiencia mística.
Me acerqué al confesionario barroco con asientos de terciopelo rojo. Tomé la plaza del padre y sentí claustrofobia. Entre la rejilla te vi en éxtasis divino y traté mejor de concentrarme en las historias viejas que vivían encerradas en la madera.
Uno a uno fui escuchando los pecados. Sin querer –a pesar de la certidumbre científica–, me fui identificando con varios de ellos. Me traicioné pensando en la justicia divina y acompañé inconscientemente al coro de padres nuestros y aves marías que salvaban almas.
Alguien, hace doscientos años, dijo un credo en latín, pero al querer repetirlo lo único que vino a mí fue el rosa, rosae, femina, feminae, de una vieja lección. Callé y escuché con atención la letanía.
Pensé que había sido suficiente para limpiar mi alma y que Dios –por si acaso– me habría ya librado de todas mis culpas. Ojalá, me dije, invocando a Alá por si las dudas.
No quería irme del Castillo sin visitar el jardín y verlo en el reflejo del lago, así que discretamente me acerqué a ti para señalarte con el dedo mi reloj de pulsera. Me hiciste una señal de espera y fui a sentarme en las bancas.
Impaciente veía la escena milagrosa: Jesús tocaba tu vientre mientras te hablaba. Volteé a ver la cruz y me pareció muy pequeña para un Cristo de tamaño natural. Apenas le cubría la cadera un manto atado a un costado. Pensé que aún para esta época, aparecer con esa prenda era escandaloso, pero no creo que haya muchos que osaran levantarle la falda.
Lo malo de haber perdido la fe es tratar de desmitificar lo divino, así que traté de averiguar de dónde venía esa luz que lo santificaba, una luz blanca que parecía no entrar de los vitrales que recordaban la vida de la Virgen. Inútilmente traté de encontrar una explicación lógica de tu milagro, lo que me molestó porque no tendría elementos para rebatir el fenómeno que me repetirías por la eternidad. No encontré nada, solo el parecido de Jesús con los inmigrantes palestinos que vendían souvenirs en Montmartre. Guardé eso en mi memoria, por si me cansaba de oír mil veces la misma historia.
De pronto temí que le pusieras Jesús a nuestro hijo, y el nombre de mi padre se desvanecía frente a mí. No quería un Chucho en la familia que comenzamos, aunque tampoco quería un Abraham, pero mi padre murió sin hijos y creía que le debía algo.
Me acerqué a ti y me pareció escuchar de la boca de Jesús la palabra lesbiana, y luego movió la cabeza desaprobando. Entonces miré tu rostro y llorabas. Tanto que te costaron las terapias para aceptarlo, tanto que me costó que me dieras la mano en público para que, en un acto de fe, Jesús echara todo por tierra.
Te tomé de la mano y con un gracias y un hasta luego con un francés con acento, te saqué de la capilla pensando que nos iban a cerrar el museo.
Patricia Gorostieta
Continuará la próxima semana…