Letras
XXXIV
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Después de Silvia, lo único que le importaba era el billar, ni siquiera su trabajo en la constructora, ni sus conocidas a las que sólo les dedicaba el miércoles. En realidad, había cortado toda comunicación con sus amistades porque no quería ir dando explicaciones de su tristeza. Así que le sorprendió que, después de varios meses de no escribirse, su amiga Olga la llamara a su celular para pedirle que la fuera a recoger al aeropuerto porque iba por unos días a la ciudad.
La última vez que había visto a Olga fue cuando vino a una convención de ambientalistas con Miguel, su marido, un biólogo defensor de los derechos de los animales. Cuando estaban en la Universidad, Olga había sido una de sus mejores amigas, a pesar de tener siete años más que ella e ir por su segunda licenciatura. En ese tiempo, Cecilia aún no salía del clóset y nunca se atrevió a reconocer que le gustaba verla practicar yoga. Después, perdieron contacto. Por unos amigos obtuvo su e-mail y luego su teléfono, así lograron verse años después en la capital. Continuaron su amistad y se siguieron frecuentando hasta que Olga, siguiendo su vocación, se fue a la costa a salvar tortugas, donde conoció a su esposo.
No tenía muchas ganas de hablar con nadie, pero no se atrevió a decirle no a Olga, así que rompió su rutina y fue al aeropuerto. Ella llegó tan solo con una pequeña maleta, segura de pasar sólo dos días de estancia. Camino a su casa, herencia de su madre, Olga le contó a su amiga todos los problemas que tenían con los depredadores de tortugas marinas. Su asociación buscaba crear una reserva y venía a presentar el proyecto al gobierno para su autorización. En la plática, se atrevió a decirle a Cecilia que se le veía diferente, triste, a lo que ella respondió con evasivas. Se hicieron la promesa de ir a comer al día siguiente y se despidieron.
Esa noche, Cecilia pensó mucho en Olga, rememoró su época en la Universidad y no pudo evitar compararla con ese miembro activo de Greenpeace en la que se había convertido. Aunque ya no tenía el mismo cuerpo delgado ni el cabello castaño claro, los kilos de más la hacían verse más sensual, y no le sentaban mal los rayitos que ocultaban sus canas. Ese día sintió algo diferente, algo que la llevó a impacientarse para que diera la hora de volver a verla.
Hacía unos años, cuando Cecilia decidió ser completamente honesta con ella misma, como decía, se confesó con algunas de sus amigas heterosexuales, y reconoció tener una relación con una mujer. Para la gran mayoría de ellas no fue una sorpresa, de alguna manera se lo esperaban; sólo una, la más conservadora, se atrevió a preguntarle si estaba enferma, pero fuera de ese comentario, que después se convertiría en una anécdota chusca, nadie la rechazó. Fue así como se sintió finalmente liberada y tuvo una pareja en ese tiempo, Chantal, quien la introdujo en el círculo de chicas gays con las que se reunía los miércoles en el billar. Chantal fue, sin embargo, un amor pasajero que sólo dejó gratos recuerdos en su corazón, y con el tiempo se convirtió en su gran amiga y confidente. Su homosexualidad tampoco fue sorpresa para Olga, quien ya lo había adivinado, incluso antes de que Cecilia se atreviera a reconocerlo. Así, le siguió la pista a los últimos amores de su ex compañera y enseguida supo que lo de Silvia había terminado mal.
Al día siguiente, se vieron para comer y gran parte de la charla versó sobre todas las trabas que le ponían en la secretaría para concretar lo de la reserva. Olga temía que se llevara más tiempo de lo que había pensado. Después le preguntó qué había pasado con Silvia. A pesar de su prudencia, Cecilia terminó contándole todo lo que aún le dolía. Su amiga le aconsejó que se olvidara de ella, que era mejor buscar a otra persona que la valorara verdaderamente, que no valía la pena aislarse de esa manera y seguir sufriendo por alguien así. Cecilia habló de sus esperanzas, de querer tener una pareja como sus amigas, de tener a alguien que la amara y disfrutara de su compañía. Ya vendrá, le dijo Olga convencida.
Se vieron unas cuatro veces más en las dos semanas que, atrapada en la burocracia, pasó Olga en la ciudad. En dos ocasiones le insistió a Cecilia que pasara la noche en su casa, pero su trabajo no se lo permitió. Un fin de semana, cuando ya se veía un poco de luz del túnel de los trámites y las firmas, Olga invitó a Cecilia al estado de Morelos a visitar una granja acuícola propiedad de Roberto, un amigo de su marido con el que querían asociarse. Salieron un sábado muy temprano y para el mediodía, después de desayunar en Tres Marías, llegaron a la granja donde les explicaron todo el proceso, así como los costos y beneficios del negocio. Comieron carpas en la granja y Roberto insistió en que pasaran la noche en su casa, pero Olga prefirió pernoctar en un hotel de Cuautla, donde tenían hecha una reservación.
Ya en Cuautla, el hotel resultó menos lujoso que su página en Internet y la habitación, con camas individuales que les dieron, apestaba a tabaco, incluso las colchas y los burós tenían numerosas huellas de quemaduras de cigarros. El administrador del hotel les ofreció otro cuarto, pero sólo tenía uno con una cama matrimonial y lo aceptaron. Instaladas en la habitación, sacaron sus cosas personales de las maletas y Olga se fue a dar un baño mientras Cecilia acomodaba su ropa. Se estaban preparando porque Roberto las invitó a la única discoteca donde hasta el momento no se había registrado ninguna balacera, y donde para entrar te revisaban como en el aeropuerto, así que bromeando les había dicho que no fueran armadas. Olga salió del baño envuelta en una toalla e inmediatamente entró Cecilia. Cuando salió de la regadera, su amiga estaba casi lista y se apresuró a vestirse.
Ya listas, una hora antes de la cita con su amigo, Olga le invitó un capuchino y una rebanada de pastel en un pequeño café frente al hotel, diciéndole que no tenía ganas de ir a bailar ni de asfixiarse con el humo del cigarro; prefería estar ahí con ella platicando. Le llamó a Roberto para disculparse. Cecilia no tuvo el menor inconveniente; por el contrario, se sentía envuelta en algo placentero e incierto como en una primera cita. Entonces reencontró a esa Olga juguetona y risueña que conoció en la Universidad, a esa Olga atrevida y contestataria. Se entregó a la charla. Por una vez, después de varios meses, no pensó en Silvia ni en su novia de la foto, no se sintió engañada; por el contrario, se sintió contenta, feliz, y nerviosa porque había algo ahí que le agradaba. Platicaron más de dos horas hasta que cerró el café.
Regresaron al hotel y repitieron la rutina del baño. Cuando salió Cecilia, ya Olga estaba en la cama y encontró en la televisión una escena donde dos mujeres hacían el amor, ahí se había detenido. Apagó la luz y se recostó sin hacer ningún comentario, pero fue entonces que Olga volteó a verla y le cuestionó como había sido su primera vez. No se esperaba eso, pero sin más le contó la primera vez que Nora la besó y le hizo el amor, lo que a pocas personas había dicho. Durante toda su historia, su amiga guardó silencio y solo al final le preguntó si podría estar con una mujer una vez y no pasar nada después, no aferrarse a una relación, sólo como una aventura. Cecilia vio la tele y había una escena de un trío: dos mujeres y un hombre. Le contestó, ya un poco excitada, que sí.
La ambientalista apagó la tele con el control remoto y le sugirió que, si quería, podría acercarse a ella y abrazarla para dormir. Cecilia pasó su brazo sobre la cadera de su amiga y recargó su cabeza en su hombro. Olga empezó a decirle que notó que después de Silvia parecía como un animalito indefenso, falto de cariño. Acariciándole el brazo, ella misma le contó que años atrás, después de la Universidad, conoció a una mujer en su primer trabajo que le propuso acostarse con ella; pero, aunque le parecía tentador, en realidad le daba un poco de miedo entrar a una relación difícil de controlar, y siempre se había quedado con el deseo de experimentar.
Sabía, desde que se acostó, que Olga la deseaba, y esa confesión se lo confirmó. Le susurró al oído si quería probar, a lo que su amiga respondió que sí. Cecilia buscó su cuello y lo besó lentamente, mientras sus manos acariciaban su estómago. Lamió su piel y aspiró el olor de su pelo, lo que le dio las fuerzas para perder su tristeza e incorporarse de la cama para deshacerse de la piyama y la pantaleta, para después desnudar a su amiga, cuyos pechos grandes y aureolas pequeñas le daban la bienvenida. Exploró su sexo y supo que, a pesar de todos los hombres que habían pasado en su vida, Olga era virgen para ella, y fue en busca de agotar el deseo de la punta de su lengua. Luego cabalgó en ella y le dio un nuevo orgasmo. Se perdió en sus senos, en su boca, en su sexo, donde encontró sus propios deseos, su fuerza y su fuego extinto después de Silvia.
Patricia Gorostieta
Continuará la próxima semana…