Letras
XXXIII
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Después de Silvia, Cecilia pasaba su tiempo libre en el billar. Ya no había tardes de cine, comidas a las cinco o caminatas en el parque. ¿Para qué tener tiempo para una, si en realidad te das cuenta que no tienes nada que hacer?, comentaba con sus amigas los miércoles en la noche cuando las veía a todas en el billar, donde no sólo era una de las mejores clientas, sino la rival invencible de hombres y mujeres con ganas de perder unos pesos.
Cecilia acariciaba el paño de la mesa y recordaba la piel de Silvia. Pasaba el índice en el nombre tallado de la mesa y se reía pensando que era el de ella; hurgaba en las buchacas y sus dedos rozaban los vellos oscuros del pubis de su ex amante, porque Silvia no había sido su novia como las novias de sus amigas. Había sido su amante porque nunca se atrevió a declararse totalmente de ella, sólo habían estado juntas para pasar algunas tardes y hacer el amor en el auto o en casa de la mamá de Cecilia, quien se ausentaba frecuentemente para ir a ver a su hijo al otro lado del país.
Silvia nunca llevó a Cecilia a su casa y nunca fué a la de ella, pero quería saber más, explorar su territorio y ver las cosas que la hacían feliz. Se imaginaba que en su recámara, a un lado de su cama, habría una foto de ella, una pequeña foto de credencial que le dió con la punta de un beso de carmín como recordatorio de un amor compartido. Era también probable, pensaba, que había guardado las rosas que le regaló en diferentes ocasiones y que al secarse descansarían en un vaso. Cecilia imaginaba todo esto mientras miraba la foto de Silvia enmarcada en un portarretratos de plata y, de vez en vez, el pizarrón de corcho de su cuarto donde había sujetado con tachuelas cada uno de los boletos de las películas que vió con ella.
Después de Silvia todo fue distinto, recordaba su amor y, tras él, el odio que le dolía y que le hacía sujetar con más fuerza el taco hasta lastimarle las manos, porque ahora además de amarla la odiaba. No había ningún compromiso, se habían dicho, pero Cecilia se acostumbró a amarla, a estar con ella, al sexo de Silvia en la punta de sus dedos. Lo que le faltaba era el olor de su amante al amanecer, el que imaginaba suave y fuerte, como ese perfume de rosas que usaba Silvia en el verano. Ese deseo se le metió en la cabeza y le pidió de cumpleaños una noche, pero no una noche de sexo, sino una noche de sueño: quería que durmiera en sus brazos, soñar con ella, acariciarla en la madrugada, descubrir los olores de su cuerpo al despertar. De nada valió insistir, Silvia no cambió de opinión. Su regalo fue una colección de los libros de Mafalda.
Y si me meto a su cama y la beso como le gusta, le acaricio la espalda y le susurro que la amo, pensó Cecilia mientras iba de regreso a su casa. Solo le faltaba escoger un buen día, donde nada se interpusiera, así que al día siguiente averiguó que hacía una semana que había pasado la regla de Silvia y la de ella vendría en dos semanas, ese era el momento. Cecilia le compró un regalo: un reloj que marcaría ese hermoso momento, pensó, y se propuso seguirla después del trabajo. Sin embargo, había algo que no le gustaba, estaba temerosa de que romper su intimidad pudiera hacer enojar a su amante, pero el deseo de tenerla para ella toda una noche hacía que ese estado de alerta bajara la guardia.
Sus encuentros eran siempre condicionados por el tiempo de que disponía Silvia. La mayoría de las veces se veían al salir de la oficina, y era entonces que organizaban el resto de la tarde. En otras ocasiones, sin dar explicación, la llamaba para decirle que no la podría ver y que se encontrarían después. Cecilia se quedaba esperando una nueva cita. Éste era uno de esos días, Silvia tenía cosas que hacer y se verían después. Así, Cecilia salió más temprano de su trabajo y se fue a esperar a Silvia a la salida de su oficina, cuando salió la siguió en su auto. Quería sorprender a su amada, pero fue ella la sorprendida cuando vió que el vehículo de Silvia tomaba la misma ruta que ella para ir a su casa. El hecho de vivir en el mismo barrio la entusiasmó, creía que así sería mucho más fácil hacerle creer que era la casualidad la que las juntaba. Tomó la avenida que la conducía hasta el mismo fraccionamiento donde ella misma acababa de comprar su casa, pero dobló antes a la derecha y después giró un poco hasta detenerse en una casa frente a un centro comercial. Bajó del auto y abrió la reja. Cecilia se estacionó en la plaza y atravesó la calle. Al meter su auto a la cochera, Silvia escuchó su nombre y asombrada reconoció a Cecilia, quien se acercó sonriente fingiendo una gran sorpresa. Silvia apenas pudo protestar porque le abrumaban las palabras y el entusiasmo de su amante. No creyó que hubiera ido a comprar algo al súper, ni siquiera que ella vivía por ahí, estaba segura de que la había seguido, a pesar que Cecilia le recitó todas las tiendas de la avenida y los comerciantes a los que conocía.
Con su bolso en la mano y papeles de trabajo que temía desordenar, tuvo que invitar a su amante a conocer la casa. Ambas pasaron y dejó sus cosas en la mesita donde Cecilia observó que había dos platitos para poner las llaves, un perchero con dos paraguas y un sombrero de palma que no le conocía a Silvia. En la sala descubrió algo más que empezó a arañarle el corazón, una pequeña mesa esquinera en la conjunción del sofá y el sillón que tenía un poco más de diez portarretratos, donde conoció a su amada siendo niña, en otra con otros niños, en una con quienes pensó eran sus padres, muchas otras de sus viajes donde aparecía con otra mujer, quizá un poco mayor que ella, pero con una sonrisa que la hacía verse como una chiquilla. No preguntó nada. Silvia le ofreció agua y, cuando fue por ella, aprovechó para ver los detalles de la casa; la decoración era tan diferente como lo había imaginado. No reconocía a la Silvia con la que salía desde hacía siete meses, pero perfectamente veía a la mujer de la foto en ese ambiente, con ese estilo.
Tomó el agua y le molestó la impaciencia de Silvia para que se fuera. Se levantó dejando el vaso a medio tomar, y trató de adivinar cuál de las habitaciones que veía en el pasillo era la de ella. Escucharon un timbre de celular que venía de una de las piezas y Silvia le pidió un momento para ir a contestar. Quiso quedarse a esperar en la sala, pero tocó la envoltura del reloj que guardaba en la chaqueta y una esperanza de estarse engañando la orilló a ir tras de ella. Se asomó a la recámara y la vió de espaldas hurgando en otro bolso mientras decía: “Lilia, no las encuentro”. Cecilia recorrió con la mirada la habitación buscando inútilmente la foto que le regaló a su amante, y se topó con dos portarretratos más donde estaba la misma mujer con Silvia, pero esta vez abrazadas. Felices. Recordó el portarretrato que ella misma tenía junto a su cama, el espacio que dejó libre en su closet por si Silvia se decidía un día ir a pasar algunos días de la semana con ella. Salió de la casa, se atravesó la avenida y ya en su auto sacó el reloj, le quitó la tapa y extrajo la batería. Después sincronizó la hora con la de su celular, para no olvidar a qué hora empezó la vida después de Silvia.
Patricia Gorostieta
Continuará la próxima semana…