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Desde el vapor

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Addy Castillo Espínola

El espejo le devolvió la mirada entre la bruma que dejaba el vapor de la regadera.

Le gusta verse, atenuando los rasgos, opaca la mueca, borrosa la realidad. Así le gustaría que le vieran los otros.

Acabó de vestirse. No necesitaba rasurarse: su piel lampiña debía ser como la de un bebé, pero las cicatrices de la parte inferior de su rostro no permitían la comparación.

Se ajustó la media careta a la parte inferior de la cara, dejando visible la nariz, los ojos y la frente. El tipo de material y el color de la careta no permitían distinguir si era su cara o una máscara; la tecnología creaba aditamentos que cambiaban, en una fracción de tiempo, el aspecto físico de cualquiera. La policía no comprendía aún que cualquiera pudiera cambiar de aspecto tan rápido. Imaginen un ladrón de banco visualizado con cara blanca o negra, nariz chata o respingada, boca ancha o delgada, ojos separados o muy juntos, su retrato hablado sería diferente, y el susodicho saldría tranquilamente; una careta, y su faz sería totalmente distinta a la descrita por los testigos.

¡Seguro que no es el primero al que se le ocurre la idea! De todas formas, él no es un vulgar ladrón. La idea le divierte, pero no le atrae. No lo necesita. Sus 1.80 metros de altura y su cabello rojizo no son como para pasar desapercibido. Atlético, pero con algo de barriga, sabe que le hace falta ir al gimnasio, pero se complace en comprobar que los años de universidad hicieron lo suyo en su cuerpo, que aún no lo pierde del todo. Bien plantado, y con ropa acorde, casi no se notan esas lonjas.

Camina rápido, con zancadas amplias, casi no oscila los brazos ni bascula la cadera, es austero hasta en los movimientos. No busca llamar la atención, pero es alguien fácil de recordar. Por eso usa ropa poco llamativa, pero convencional, nada estrafalario ni de colores oscuros; los tonos pastel no van con su piel, pero le ayudan a camuflajearse entre el gentío de los mal vestidos. Parece sociable y normal. Los perros no le ladran y los niños no se asustan.

El camino al trabajo incluye pasar cerca de varios parques y escuelas elementales. Todos los días, poco antes de las 8 a.m., y después de las 5 p.m., coincide con la entrada a clases y con los juegos vespertinos en el parque.

No sabe cuándo empezó. Quizás en casa cuando se reunían los primos y amigos del rumbo para las pijamadas con historias de terror  y palomitas calientes, al sentir el calor de los otros cuerpos muy cerca del suyo, sin necesidad de ocultarse, sin tocarse, solo la continuidad de ese calor y los olores. Conforme crecía, el calor se convertía en un leve cosquilleo en la entrepierna. Pensó que era la comezón habitual de cualquier hombre con testículos. Calor, sudor, secreciones propias del escroto. Pero el contacto con otros calores lo exacerbaba.

No era la misma comezón con los de su edad que con los menores. Piernitas enfundadas en shorts corriendo incansables por el parque, el sudor se acumulaba en las axilas sin ese olor a almizcle o cebolla frita de la adolescencia; los rizos libres, la boca rojita y las mejillas sonrosadas por el ejercicio en verano o el frío en invierno. Nada era como eso. Tortura y placer, coincidencias matutinas y vespertinas.

La visión diaria del espejo le recuerda por qué no es posible acercarse.

Fue a raíz de un pequeño incidente con un niño de primaria.

A los 17 años pasó caminando cerca de la entrada de la escuela, un día de asueto en la preparatoria. Era el recreo y los niños correteaban por la plaza cívica entre gritos y carcajadas, la libertad y la inocencia juntas. Un balón llegó hasta sus pies. Lo detuvo con un movimiento rápido y esperó a que el pequeño llegara: “Te lo devuelvo si me das un beso.” Discreto y apresurado, miró a los lados por si había algún otro adulto cerca. El niño se acercó a él, mirándolo a los ojos: “¿Quieres que te bese?” Se inclinó a la altura del niño, quien mutó el brillo inocente de sus pupilas a un oscuro profundo, con un par de llamas en la cima de aquella negrura; su boca se abrió rápida y sus labios, como un par de tenazas, se afianzaron a los suyos. No sabía diferenciar entre el placer tan ansiado y el calor infernal que le quemó la cara de tal forma que nunca volvió a verse igual. Fue tan fugaz y tan intenso que no supo si se detuvo el tiempo.

Las pupilas del niño retomaron su color habitual, recogió el balón y se dirigió al centro de la plaza cívica donde lo esperaban sus compañeritos, como si no hubiera pasado nada. Él se cubría la cara con las manos y corría en sentido contrario hasta desmayarse de dolor calles después. El dolor quemaba y corroía, su cara se derretía entre sus manos.

Despertó en una cama de urgencias del hospital público. No sabía quién lo había llevado.

Recordó el incidente con el “niño” y se llevó las manos a la cara, encontrando no su piel, sino un amasijo de vendas y fomentos; se levantó inquieto y febril, trastabillando y pálido, hasta el baño, donde rápida y desordenadamente se retiró las vendas, encontrándose por primera vez con el reflejo de esa dismorfia en la que no se reconocía. Gritó hasta volverse a desmayar.

Los siguientes años fueron crípticos, siempre escondido en su cuarto a oscuras, casi sin hablar, refugiado en la computadora que lo dejaba deambular sin límites por cuartos más oscuros que el suyo donde sus fantasías eróticas y de venganza se veían reflejadas y podía pagar para sentirlas propias y reales.

Cuando consiguió la careta y se volvió a ver aceptable en el espejo, se animó a salir, a convivir, consiguió terminar una carrera en línea y encontró trabajo. Evitó la escuela primaria aquella, aunque ameritara retrasar su venganza y la sublimación de sus instintos, que no eran aceptados por la ley ni por la sociedad. Un beso, algo tan inofensivo como un beso, no era compatible con el castigo que se le impuso. Ni siquiera llegó a ser; solo se quedó en petición, en deseo, en cicatriz deformante.

De nuevo la primaria…

Un brillo sospechoso, una risa conocida, unas piernitas corriendo, le obligaron a girar la cabeza para ver. Casi se desmaya: El mismo niño de diez años atrás. Misma edad, mismo brillo, misma belleza, misma inquietud en su entrepierna.

Su instinto afloró de nuevo, más salvaje, exigente, más imperativo. Iba mezclado con deseo y odio, el odio a quien le había marcado. Tenía que ser hoy. El destino se lo ponía de frente. Era como entonces: sin ningún cambio, él había cambiado por dentro y por fuera.

Cruzó la calle y se acercó a la valla metálica que rodeaba el parque. Se plantó y esperó que el niño lo viera. Y lo vio. Fue un instante. Mirada de refilón durante un pase. Fue suficiente. Entre ellos una deuda estaba pendiente.

El juego terminó por una pertinaz llovizna; solo él permanecía estático mirando hacia el campo. Se fijó en como los demás niños se alejaban de la mano de sus padres, pero el suyo se quedó chapoteando en los charquitos, llenándose de lodo. Solo, se dirigió a los vestidores. Lo siguió.

El ruido de la regadera le indicó el camino. Sabía que ahora era mayor, estaba prevenido, era más fuerte y había preparado su venganza durante 10 años. Estaba seguro de ganar.

La silueta pequeña del niño se veía a través de la nube del vapor que emergía de las duchas, tan caliente que casi no se podía respirar. No le importó. Lento, caminó hacia él.

“¿Me recuerdas?”

Una voz atiplada le contestó desde el agua: “Nunca me imaginé que regresarías.”

Un escalofrío le recorrió la espalda.

Pero no se detuvo.

Se fue despojando de su ropa, solo conservó la navaja con que pensaba someterlo.

El vapor lo envolvió. Las dos siluetas apenas se distinguían. Poco a poco se fue acercando. El vapor se convertía en gotas sobre su frente y pecho, las sentía recorrer su torso y mojarle aún más el pene, erecto, duro, pulsátil.

Pudo ver las facciones infantiles y el cuerpecito inmaduro del niño frente a él; estaba a punto de explotar, le puso la ingle a la altura de la cara y el niño elevó la mirada hacia él.

“¿Te atreves a esto?”

Al día siguiente encontraron bajo la regadera su cuerpo húmedo y vacío de sangre.

El vestidor era una carnicería con charcos de sangre y semen mezclados por doquier. El gesto de dolor debajo de la máscara era concordante con la lesión masacrante y emasculadora que todos los forenses registraron con sus cámaras: parecía destrozado por algo bestial que no solo amputó, sino que devoró las partes pudendas y perianales, no dejando residuos. Las vísceras asomaban por el amplio agujero que sustituía su masculinidad.

Afuera, la policía trata de contener la curiosidad de los niños que pugnan por mirar.

Solo uno permanece impasible ante el alboroto, mientras juega con su balón.

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