Recuerdo que una de las cosas que más disfrutaba cuando pequeño eran las ferias instaladas en algunos barrios de la ciudad como Santiago, San Juan o San Cristóbal.
Precisamente en este último, la feria llegaba con los días decembrinos, ya que en la Iglesia ahí ubicada se venera a la Virgen de Guadalupe, cuya festividad es precisamente el 12 de diciembre, aunque prácticamente todo el mes —incluso desde antes— recibe visitantes que acuden a venerarla o pedirle favores.
El parque de Sancris, como algunos le llamamos al barrio, es pequeño: tal vez 50 metros por cada lado. En ese entonces contaba con dos fuentes que contenían agua de un extraño color verde, en donde los teporochitos del rumbo acostumbraban bañarse. Tenía un arenero (¿o más bien “tierrero”?) con juegos infantiles y algunas jardineras. Era un milagro de la ingeniería o arquitectura cómo en ese espacio podían coexistir puestos de churros, un carrusel, futbolitos, sillitas voladoras, etc. y eso sin contar al moloch de gente que siempre acudía. Bueno, a la edad de 5 años las distancias y tamaños siempre parecen mayores de lo que son.
Para mi madre y abuela, el ritual de la visita al santuario en cuestión era precisamente agradecer a la Morenita del Tepeyac, escuchar alguna misa, cumplir con las obligaciones religiosas. El mío era más banal —al fin y al cabo niño—, aguantar la misa para después acudir a la feria a comer algunos churros, dar unas “vueltas” en los “caballitos” o jugar algunas manos de “canicas”, juego en el que, por cierto, aún sigo esperando ganarme algo más que un tarrito de barro.
Sobra decir la cantidad de gente que acudía en esos días de feria guadalupana: eran ríos humanos los que se congregaban tanto en la iglesia como en la feria. Y fue en ese marco donde un buen día se hizo realidad uno de mis más grandes temores infantiles.
Terminó la misa y era hora de algo mejor: cruzar la calle para internarse en el mundo de la feria. A la salida de la iglesia la instrucción fue muy clara:
—“Chino, ¡agárrame fuerte porque hay mucha gente! ¡No te vayas a soltar porque te pierdes!”
Pero el babas de mí se distrajo con algo, igual fue un globero, un juguete, ¡qué sé yo! El caso que un instante después estaba en medio de un gentío sin la mano que debía estar sosteniendo, sin mi cordón de seguridad… ¡Estaba perdido!
Lo que antes me parecía divertido ahora me aterraba… el carrusel ya no tenía caballitos y sillitas de madera sino monstruos que amenazaban con devorarme. El rico calor de la caldera de churros ahora era algo agobiante. El ruido de los futbolitos era ensordecedor junto con las cumbias que ambientaban a través de las cornetas de sonido. Había gente por todos lados empujándose y empujándome.
“¡Me lo dijo mi mamá, no te sueltes! ¿Y ahora qué? Este parque es inmenso, capaz que nunca me encuentren y me quede para toda la vida aquí ¿Y si nunca regreso a mi casa? ¡Los teporochitos de la fuente!… Seguro que me llevarán con ellos si me encuentran. Ni rezar, porque nunca le he hecho caso a la abuela cuando me quiere enseñar el Padre Nuestro. ¡Ay, Virgencita! ¿Qué debo hacer? No quiero llorar ¡porque eso es de niñas! según dicen en la escuela. Pero… ¡Qué chingados!”
—“Mamáaaaa, ¿dónde estás?”, comencé a gritar a todo pulmón mientras lloraba como magdalena. Una señora oyó mis gritos, mi llanto, y se apiadó de mí. Se agachó y dulcemente me dijo que no me desesperara, que mi mamá aparecería pronto, que me quedara con ella.
De pronto, vi a mi madre llegar apresurada hasta donde estábamos, sudorosa y también con ganas de llorar. Me abrazó y le dio las gracias a la señora. Una vez que la dama se retiró, entonces vino el regaño…
—“¡Te dije que no te soltaras! ¿Qué tal si te pasaba algo? ¿Y si venía otra persona y te llevaba?”, etc., etc.
Tiempo después supe que solo habían sido un par de minutos los que había estado extraviado, pero para mí fueron horas incontables y juré que la próxima sería más cuidadoso.
Ya más crecido, regresaba a Sancris todos los domingos con mi grupo scout. Cada año hacíamos valla para las peregrinaciones y dábamos servicio el 12 de diciembre. En mi caso, no por el fervor guadalupano, sino sólo por ayudar. Las ferias dejaron de tener presencia en el lugar, quizá porque con los años el tráfico vehicular aumentó y se volvió un problema, pero el día 12 de diciembre sigue atestándose de gente.
Sigo disfrutando las ferias de barrio o de pueblo. Me gusta acudir y respirar ese ambiente único y festivo. Algunos dirán que la Virgencita me cuidó e hizo que no me pierda, yo digo que fue más bien el no moverme de donde estaba ¡y no porque a esa edad supiera que eso es lo más indicado cuando te extravías!, sino porque si me movía me zurraba en los pantalones por el miedo.
Carlos M. Vivas Robertos