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Letras

XLVI

Hoy en día, la generalidad tiene ventaja para intercambiar impresiones con conocidos y desconocidos en cualquier momento, sin fronteras, mediante los servicios de twitter y facebook. Hay acceso inmediato a un muro donde se inscriben mensajes que aparecen y desaparecen en un abrir y cerrar de ojos, pues son suplidos rápidamente por otros nuevos con su misma carga de ocurrencias. Este proceso, dinámico pero efímero, impide retener momentos de la escritura nulificando la posibilidad de conservar párrafos que podrían resultar motivo de complacencia con el devenir del tiempo.

Tal vez por esa necesidad es que la juventud tiene de afirmar identidades, y la generación de los años sesenta llevaba en la mochila, casi obligatoriamente, una libretita de autógrafos. Amigos, maestros, personajes del espectáculo y del arte, eran requeridos para dejar estampadas dedicatorias que divulgaban el sello característico de quien provenían. Las había reflexivas, elocuentes, halagüeñas (tus ojos son dos luceros que brillan con gran fulgor hasta Alberto Vázquez al mirarlos se le olvida “El pecador”), remilgosas (de las flores, la violeta; del crucifijo, Jesús, y de todas mis amigas la preferida eres tú) o expresadas con simpleza (de mí, para ti: yo).

La acumulación de libretitas al año propiciaba convocar a reuniones para intercambiar lecturas, circunstancia en la que no podían faltar tocadiscos, papas fritas y coca colas. Con aire de suficiencia se calificaban textos, caligrafía e importancia del suscritor, y cuando se encontraba algo satisfactorio era válido copiarlo para usarlo en otra oportunidad.

Este ejercicio de apreciación al reconocimiento personal ha declinado, aunque continúa vigente en la publicación de algunos libros. No todos los autores acostumbran dedicar su obra al inicio de páginas, pero suelen asistir a sesiones de autógrafos en las librerías donde se promueve su más reciente título.

En frases de homenaje personalizado se pueden encontrar expresiones afectivas contundentes: “A Luis, medio millón de veces” (Almudena Grandes, Castillos de cartón), “A Mercedes, por supuesto” (García Márquez, El amor en los tiempos del cólera), “A Pilar, que no dejó que yo muriera” (José Saramago, El viaje del elefante), “A la cabeza de Luis Buñuel” (Federico García Lorca, Juegos), “A Shirley MacLaine, recuerdo de la lluvia en Sheridan Square” (Carlos Fuentes, Cumpleaños).

El autógrafo es un premio agregado al mérito del libro, lo convierte en pieza única, es por eso que los libreros le conceden justo valor y los coleccionistas hacen de ellos objeto de culto. Pablo Neruda, desde París en mil novecientos setenta y dos, envía un libro con estas líneas: “A Victoria Ocampo, para que sepa que la quiero, aunque no sé si me quiere o no me quiere”. Respetado por sus amigos, Julio Cortázar mereció de puño y letra de Alejandra Pizarnik: “A mi Julio muchos besos en la frente, cuna de los ojos azules, –te extraño– tu amiguita dés lettres”; de Juan Carlos Onetti: “Para Julio Cortázar, que abrió un boquete respiratorio en la literatura, tan anciana, la pobre”; de García Márquez: “Para Julio Cortázar, con la envidia y la amistad de Gabriel”, y de Tito Monterroso, breve por siempre: “Julio, recibe un”.

En Las buenas conciencias, Carlos Fuentes manifiesta admiración: “A Luis Buñuel, gran artista de nuestro tiempo, gran destructor de las conciencias tranquilas, gran creador de la esperanza humana”. Camilo José Cela, en La familia de Pascual Duarte, derrama ironía: “Dedico esta edición a mis enemigos, que tanto me han ayudado en mi carrera”. José Lezama Lima firma Dador, enigmáticamente: “Para Juan García Ponce por su novela donde algún día encontrará lo cubano, como un personaje que sale de la noche clara e invidente”.

Dedicatorias y autógrafos son declaraciones que pueden resultar invaluables por la calidad de su sentencia o por la importancia de quien firmó. Algunas constituyen verdaderas ofrendas como ésta, una de las más largas dedicatorias impresas, y es de Jorge Luis Borges en Los conjurados, dirigida a su discípula, quien luego sería su esposa: “De usted es este libro, María Kodama. ¿Será preciso que le diga que esta inscripción comprende los crepúsculos, los ciervos de Nara, la noche que está sola y las populosas mañanas, las islas compartidas, los mares, los desiertos y los jardines, lo que pierde el olvido y lo que la memoria transforma, la alta voz del muecín, la muerte de Hawkwood, los libros y las láminas? Sólo podemos dar lo que ya hemos dado. Sólo podemos dar lo que ya es del otro. En este libro están las cosas que siempre fueron suyas. ¡Qué misterio es una dedicatoria, una entrega de símbolos!”.

Paloma Bello

Continuará la próxima semana…

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