Letras
XXI
Se acostó como siempre: con la Biblia en su regazo. Tenía el hábito de leer al menos durante una hora para luego dormir casi de inmediato. Era notorio que así había sucedido. La Biblia permanecía abierta en el Libro de los Salmos, marcado con un plumón amarillo el capítulo 116, verso 15. Por supuesto que nadie puso atención a este dato hasta la mañana siguiente. «Estimada es a los ojos de Jehová la muerte de sus santos«.
Al parecer, se había postrado de rodillas en el piso, apoyándose en el filo de la cama para elevar sus plegarias. Este es uno de los grandes misterios de su muerte, o más bien de su vida, luego de perder la memoria: nunca olvidó el significado de la palabra «Dios». Solían encontrarlo de rodillas elevando súplicas por el mundo entero. Orando e intercediendo quizá con la porción de memoria espiritual que aún poseía. Tardaba horas en volver a su habitual normalidad. Era un hecho que Dios descendía mientras lo escuchaba adorar y clamar. Muchas personas que lo vieron orar dicen que lo rodeaba una luz intensa que no permitía que nadie se acercara. Era, dicen, como un muro de fuego que lo circundaba.
Fue en el mes de julio cuando su vida se apagó. Unos días luego de su cumpleaños, como todos sabían, el 14 de julio. Esa noche registró algunas notas que parecen ser resultado de una conversación con su madre. Jamás las mostró por temor a ser expulsado o denunciado pues era un tiempo en que la diócesis ya estaba de vuelta tras los derechos de la iglesia de Guadalupe.
Todo parece indicar que esa noche, luego de orar, habló con su madre como solía hacerlo. Al finalizar, dejó su cuaderno de notas a un lado y, del otro, su Biblia Reina Valera revisión 1960.
El rastro de sangre alcanzaba a llegar hasta la entrada de su habitación. No había marcas de violencia o cortes en alguna parte del cuerpo. Su rostro limpio permaneció siempre con los ojos cerrados, un semblante de paz. Parecía simplemente haberse dormido.
Sin embargo, al girar el cuerpo para que el médico forense pudiera examinarlo, encontraron las palmas de las manos ensangrentadas; pero ninguna marca delataba la abundante sangre. Ambas manos estaban ensangrentadas en las palmas. El dorso estaba limpio. La revisión demostró que no existía ningún corte, raspón o fractura. De manera inexplicable, aquella sangre parecía haber manado de su cuerpo; pero, sin marcas o huellas, todo quedaba en el aire. Las sábanas blancas tenían las marcas de sus manos. El médico forense prohibió la entrada a cualquier persona; hasta no hacer las pruebas periciales correspondientes, esa habitación permanecería clausurada.
Cinco días después de su muerte, aún no había resultados.
Se preparó una capilla especial en el templo, donde se le dio santa sepultura. A un costado de su tumba permanecía sin cambio el altar donde durante tantos años celebró misa. Se erigió una placa de mármol con su nombre y una inscripción que aún hoy dice: «Aquí descansa el siervo de Dios. Vivió para servir y se dio en amor al prójimo, tal y como su Padre se lo pidió. Descanse en paz RAFAEL KLEIN GONZÁLEZ (1913-1978).»
Esa noche, luego de que el gentío se había marchado, un par de mujeres limpiaba el atrio y el templo. Al llegar a la tumba del padre Rafael, y rodearlo para limpiar al Cristo crucificado, descubrieron sorprendidas que sobre el cuerpo de la figura de mármol había dos marcas rojas que bajaban desde el pecho hasta sus piernas. Como si dos manos hubiesen tratado de llegar hasta su rostro y en su descenso, producto del fracaso, la evidencia sangrante….
A este hecho le siguió un gran alboroto que provocó el arribo de cientos de personas. Los forenses se llevaron muestras de aquella cáscara rojiza aún húmeda. Mientras, el delegado apostólico para El Vaticano ya tenía noticias de lo que estaba pasando. En menos de tres días ya estaba una comitiva integrada por el monseñor y el arzobispo en turno, ambos de Morelia y designados por El Vaticano. De inmediato comenzaron a celebrar misa tras misa, rosario tras rosario, con la presunción de que el padre Rafael era un santo. Ahora, no hay que olvidar que el padre Rafael y la diócesis nunca fueron del mismo equipo. Servían al mismo Dios, pero en diferente vecindario. Y así, sin más, toda la comitiva que nunca se había apersonado por esos rumbos comenzó a deambular como vigilante de día y de noche.
Los resultados de los análisis de las marcas llegaron: lo que había en el Cristo crucificado era sangre seca. Y la sangre seca, ¿de quién creen que era? Acertaron: del padre Rafael. ¿Pero de dónde? ¿Cómo? ¿En qué momento?
De seguro ya lo podrán imaginar: no apareció ninguna respuesta a las preguntas que cualquier persona se pudiera formular. El gran vacío quedó abierto para siempre. Nadie volvió a preguntar. Nadie volvió a hablar del caso. Sólo las sábanas permanecen exhibidas en una vitrina como testimonio de que algo sobrenatural ocurrió en ese lugar. Hasta hoy, muchos han tratado de darle un sentido racional a estos acontecimientos, sin lograrlo.
A la distancia de los lustros, lo único que parece evidente es que la misma condición que sufrió el padre Rafael ahora comenzaba a padecerla un pueblo sumergido en el olvido voluntario…
Jorge Pacheco Zavala
FIN.