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De libros y libros

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Letras

XLVIII

En reciente reunión con amigos afines, después de una buena mesa y sabrosa conversación, al plantearnos cuáles serían a nuestro juicio los tres grandes placeres de la vida, coincidimos en: leer, comer y dormir, en el orden mencionado. Leer, por la insustituible satisfacción que significa adentrarnos en las infinitas posibilidades que las palabras construyen brindando conocimiento que deriva en emoción. Me ceñiré a este tema, aun estrechamente relacionado con el material impreso en tinta y papel en los albores de la primera década del siglo veintiuno.

¿No es acaso la imprenta uno de los grandes inventos de la humanidad? El saber transmitido, ya no de forma oral como en el principio de los tiempos, produjo una revolución social y cultural a partir del siglo XV, cuando Gutenberg perfeccionó en Europa el procedimiento xilográfico (impresión con plancha de madera grabada), añadiendo caracteres móviles, técnica llamada tipografía. El camino recorrido desde entonces hasta los presentes días, en los que el uso de las computadoras resulta indispensable, ha sido muy largo.

Resultado de los pasos agigantados en el desarrollo tecnológico es la introducción del libro digital, archivo electrónico cuya memoria puede albergar indeterminado número de obras. Simultáneamente ofrece, entre otros, servicios de diccionario integrado y de incorporación de elementos multimedia; su presentación es la de un aparato frío e inodoro.

Los grupos ambientalistas contemplan benévolamente la difusión de los también llamados E–Books porque favorece la conservación de los árboles –proveedores de papel–, sin tomar en cuenta que los dispositivos electrónicos varían constantemente, constituyendo su acumulación no reciclable, causa de contaminación.

Una serie de consideraciones al respecto nos conduce a recordar la novela Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, llevada al cine por Francoise Truffaut, en la que una sociedad futurista implementa un “cuerpo de bomberos” para provocar incendios de libros, ya que estos perturban el alma y su lectura impide ser conformes a los ciudadanos. En sus casas existen pantallas ubicadas en cada rincón que manipulan el manejo de la información, uniforman el pensamiento y destruyen toda posibilidad de crítica, fenómenos que nos suenan muy cercanos, a partir de la globalización. Por curiosidad, en un operativo de fuego, el protagonista guarda un tomo y lo lee: se trata de la Biblia. Su lectura transforma la vida del bombero y, después de una serie de acciones que sería largo pormenorizar, localiza en el claro de un bosque a un grupo de nómadas ilustrados que tenían la consigna de memorizar textos que se salvaron de los lanzallamas. De esa forma, aquellos hombres-libro se constituían como El Quijote, La Ilíada, La Divina Comedia… para poder divulgar, oralmente, las grandes obras literarias que alguna vez podrían llegar a reeditarse.

Sí, la lectura de libros perturba el alma. Es imposible leer con indiferencia un fragmento de la historia de Francia, representada en Los miserables. ¿Dónde encontrar reunidas las consideraciones universales sobre la condición humana sino en las obras de Shakespeare y Moliére? ¿Cómo aproximarse al umbral de lo divino de no ser por el resquicio que dejó Borges? ¿Cómo alcanzar elevados momentos de dimensión existencial, si no fuera por el ejercicio privado de la lectura?

Íntimamente ligado a los sentidos, el libro impreso, además del placer visual, proporciona la calidez, la cronología y el linaje del papel a su contacto. Su olor, incorporado al de la tinta, puede liberar las más recónditas imágenes almacenadas en el recuerdo. Su lectura en voz alta aviva el oído, y a veces lo descrito estimula las glándulas gustativas produciéndonos un sabor. El libro impreso puede ser objeto de compañía en intensa soledad.

No concibo más grato espacio que los pasillos de una biblioteca, ni mejor refugio de libros que las estanterías de madera. Tampoco concibo a estos santuarios de la sabiduría, en el transcurso del tiempo, convertidos en museos contemplativos en tanto las texturas, los colores, el añejamiento de su acervo, se fugan por los linderos de un chip. Imposible imaginar siquiera una tarde de malecón con su puesta de sol y radiaciones de poeta (Huidobro, tal vez) interrumpidos de encanto porque se le acabó la pila al E–Book.

Confiamos en que transcurrirá tiempo todavía para que, como ocasionalmente sucede, podamos quedarnos dormidos con un libro entre los brazos percibiendo sus prodigiosos efluvios.

Paloma Bello

Continuará la próxima semana…

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