VI
Epílogo
Un ser humano extraordinario no surge de la nada. ¿Es posible rastrear en sus antecedentes familiares el origen de su carismático carácter?
Manuel Morelos, su padre, como muchos hombres en el resto del mundo, era un desobligado, con la añadidura de ser adicto al juego, que cuando mucho legó a su hijo cierto conocimiento acerca de su oficio, la carpintería. No es aquí, pues, donde debe buscarse la raíz de su acendrada responsabilidad hacia los suyos, ni su constancia o solidaridad hacia sus iguales.
La madre, como muchas mujeres en México, en realidad era la que encabezaba la pequeña familia, la que proveía y educaba tanto a José María como a su pequeña hermana. Es en ella, en su carácter decidido y alegre, en donde tal vez encontremos explicación a algunos de los rasgos de carácter del hijo. De ahí la elaboración de este cuento, que se añade al final para no romper la línea de tiempo del resto del texto.
LA HERENCIA DE LA JUANA
Ella no era de las que se mueren esperando a que el hombre les cumpla. Por eso, cuando el Manuel Morelos tuvo que salir huyendo de Sindurio, porque sus deudas de juego lo habían vuelto fugitivo, la Juana Pavón se colgó el tambache de ropa a la espalda, en un brazo cargó a Toñita, y de la mano del Chema emprendió el camino de regreso a Valladolid.
Y Don Pepe, su tata, la vio llegar sin Nicolás, el mayorcito, que el briago del padre se había llevado a San Luis Potosí junto con él, quesque a buscar oro. Pa’ fortuna de su hija, don Pepe había puesto la casita del barrio a nombre de ella, como regalo de bodas, porque nunca se sabe…
Así que se hizo cargo de los nietos y ella se fue derechito al notario, un poco en contra de su manera de ser, porque sentía que la ropa sucia debe lavarse en casa, pero su apá la convenció de que era preciso que levantara acta por abandono, no fuera a ser que los acreedores del infeliz del Manuel le quitaran lo único que tenía ya: el techo que los cubría a todos.
También cerró las orejas a las habladas de la gente, que de «dejada» no la bajaban, sonriendo para sí misma al pensar que si Manuel no se hubiera ido, el dejado hubiera sido otro.
Su tata era maestro. Porque don Pepe había hecho estudios hasta bachiller, que le pagó su padre, un señor que tuvo amores con su madre y al que él no conoció. Ese mismo señor dejó una herencia para que alguno de sus muchos hijos legítimos e ilegítimos la recibiera «de preferencia el varón sobre la hembra, siempre y cuando quien recibiera ese dinero, permaneciera soltero y cursara estudios, de preferencia eclesiásticos.»
Como don Pepe siempre vivió aparte, pa’ cuando supo de esa herencia –capellanía le nombraban– ya era viudo y tenía a la Juana por única hija. Pero entonces ya no se casó de nuevo, y continuó sus estudios de bachillerato para recibir esa lanita.
Así que ahora que la Juana venía regresando de un mal matrimonio, de eso vivieron un tiempo, de la herencia y de las clases que daba aquel señor a los niños. El corazón de la Juana se llenaba viendo al abuelo y al nieto tan juntos. Porque ella les había enseñado a sus hijos a leer, a escribir, a contar, igualito que, contra las costumbres de aquel tiempo, su tata le había enseñado a ella.
Don Pepe estaba orgulloso de la inteligencia del Chema, y se lo llevaba a los parques a conocer de las plantas y para que servían, o a las obras de construcción, para enseñarle geometría y por qué acá se ponía un soporte y allá una trabe. El Chema decía: «Cuando sea grande, quiero ser como mi abuelo y conocer de todo».
Pero don Pepe era ya mayor, y uno de esos días amaneció dormido para siempre. La Juana y los hijos quedaron en el desamparo otra vez porque sólo tenían la casita, pero ¿y la comida qué?
¿Y qué hacemos las mujeres cuando el hambre arrecia? Lavar, coser ajeno, vender comida. Lo que sea para que no falte lo necesario a los nuestros, porque las mujeres tenemos la gracia de que donde quiera lavamos y planchamos, y en cualquier mecate tendemos. Eso hizo la Juana, entre cantos y risas, porque tenía el carácter fuerte y alegre, estaba convencida de que al mal tiempo siempre hay que ponerle buena cara, pa’ que se destantee y mejor se vaya a otra parte.
Para su consuelo, el Chema le salió chambeador y buen hijo. No como la garnacha de marido que la vida le arrimó. Sin que nadie le hubiera dicho nada, el muchacho se iba diario a los talleres de artesanos. Porque malvivían en San Agustín, barrio de los artesanos en Valladolid.
Chema le había aprendido algo a la carpinteada con su padre, antes de que se fuera, y veces la hacía de chalán con un señor que fabricaba muebles, cuando faltaba alguno de los aprendices.
Otros días, se iba con el maestro constructor que, viendo que el chamaco a nada le hacía ascos, y si le decían «carga» arrimaba los hombros, y si le decían «mezcla» se ponía a batir la argamasa, seguido se lo llevaba a las obras que tenía a su cargo como peón de media cuchara.
La Juana, que no era de las que se duermen, se fue a los tribunales a solicitar que la capellanía que antes recibía su padre don Pepe se la dieran ahora al Chema, para que pudiera estudiar. Ese pleito lo llevó ella misma, en parte porque no tenía dinero para abogados, en parte porque era buena para eso de la escribidera.
Pero aunque había tenido buen cuidado de pagar lo necesario para registrar el acta de bautismo del Chema en el Libro de Españoles, porque sin ese papel no se hacía nada en la Nueva España, nomás de ver al muchacho, la tez morena y la boca trompuda, de esas que no sabe uno si están enojados o quieren beso, los jueces alegaron que no, que no se podía demostrar «sangre limpia».
–Qué? ¿No hay gente morena en España, en Granada, por ejemplo? –le retobó la Juana a los encargados del trámite.
Los jueces se revolvieron inquietos, sin saber qué decir. Al final uno de ellos sentenció:
–Bueno, es que además del acta de bautismo, necesitamos la suya de matrimonio religioso y un acta ante notario donde al menos seis testigos declaren que su padre, usted y el padre de sus hijos son españoles, cristianos viejos, y que hubo matrimonios que hacen legítimas las uniones.
Por lo pronto, ese dinero iba a dársele a otro de los herederos, un pariente que venía siendo primo del Chema.
La Juana se resignó. De momento. Porque sabía que tomaría tiempo y dinero reunir aquellos nuevos papeles. Pero tarde o temprano lo lograría, porque a ella nunca se le cerró el camino.
Entonces intentó por otro lado. Se fue al arzobispado. A pedir una beca «de merced», para que su hijo pudiera estudiar hasta bachiller por lo menos, y a lo mejor reabrir la escuela del abuelo.
Pero igual pasó con los que decidían el trámite. Nomás de ver al Chema meneaban la cabeza, negando de antemano. Luego le decían a la madre que lo mejor que podía hacer por su hijo era meterlo de criado. Que para qué quería que tuviera letras alguien que se veía de lejos que llevaba sangres mezcladas.
La Juana nomás rechinaba los dientes y cerraba la boca para no decirles a sus señorías en dónde podían acomodar aquellos consejos. El Chema apretaba los puños y se mordía la lengua para impedir que las palabras se le escaparan. Luego, cuando quedaban a solas, se quejaba con su madre:
–¿No dijo Dios Nuestro Señor que todos somos sus hijos? Entonces ¿por qué unos pueden tener estudio y otros no?
La Juana suspiraba, pero como delante de sus hijos nunca se permitía ni el desencanto, ni la derrota, mirándolo derechito a los ojos le decía.
–Un día, hijo, un día será…
En esto que les digo pasaron meses y hasta años; entonces la Juana se dio cuenta de que se estaban muriendo de a poquito, porque lo que el Chema arrimaba y lo que ella conseguía se iba en apenas mal comer.
Había que pensar en el mañana. Si José María no estudiaba, nunca lograrían salir de aquella miseria. Aunque era una decisión dolorosa, se dio cuenta de que era necesario separarse para jalar más dinero y salir adelante todos. Habló de eso con él.
–Un día, m’ hijo, lo he ver estudiando. Porque si intenta entrar de militar le va a ocurrir lo mismo, no lo dejarán pasar de soldado raso, y de comerciante piden una fianza que no podemos pagar. Entonces, yo digo, vamos buscar a su tío Felipe, primo de su padre, para ver si lo ocupa en sus tierras. ¿Cómo ve que una parte de que gana manda para acá, otra pa’ usted, y vamos haciendo un guardadito, pa’ juntar lo de la escuela?
Chema estuvo de acuerdo, porque ella le había enseñado desde siempre el valor de la palabra, y si ella decía que tarde o temprano tendría estudio, para él era como si la promesa viniera de Dios o de la Virgen.
Así que se fueron juntos a Tierra Caliente, a la hacienda de Tahuanejo. Felipe Morelos, el pariente acomodado, valoró mucho que el muchacho supiera leer, escribir y contar, y lo puso, entre otras cosas, a llevar los libros de la hacienda, porque él no sabía ni firmar. Fue su sobrino quien le enseñaría luego a dibujar su nombre.
Aunque sentía que se arrancaba una parte del alma para dejarla allí, la Juana le dio la bendición al hijo y se alejó caminando sonriente hacia la carreta que la regresaría a su casa. Erguida, como si anduviera de paseo y no dejando un cacho del corazón tan lejos. Entera, pa’ que el hijo no se cuarteara viéndola sufrir.
El Chema tuvo que aprender del cuidado de la tierra y los animales. Por eso, cuando años después le preguntaron de su oficio de juventud, contestó sin mentir que había sido labrador en Tahuanejo.
Pero también su tío empezó a mandarlo una vez al año con la recua de mulas, a llevar los productos del campo para venderlos en Acapulco cuando llegaba la Nao de la China. Por eso se llegó a decir que había sido arriero, aunque no era cierto, nomás iba a mercar un rato y luego se regresaba a la hacienda.
Así fue como el chamaco, a los 15 años, se vino a convertir en cabeza de familia, porque del dinero que ganaba dos terceras partes iban a dar a Valladolid, para que la Toña y su madre vivieran.
Así se fue yendo la vida. Diez años después, un día, como si no se hubiera ido más que por cigarros a la esquina, el Manuel Morelos regresó. Viejo, enfermo, sin rastro del oro que fue a buscar, y con el Nicolás vuelto un vago sinvergüenza, bueno para nada como él. La Juana lo vio llegar con la misma alegría con la que se recibe un dolor de muelas, y yo creo que lo aceptó porque en esos tiempos no se valía el divorcio. Pero eso sí, a cambio de quedarse le exigió que ahora sí diera gasto, para que su José María tuviera por fin un respiro.
Mandó decirle al Chema que volviera, que ya era tiempo porque, además, el pariente al que le habían dado antes la capellanía ya se había casado con lo que ya no llenaba los requisitos de la herencia, y ahora sí podían reclamar de nuevo y hasta ganar el pleito.
El hombre corpulento que regresó llegó a pensar que el juicio en el que estaba empantanada su madre desde hacía varios años podía no resultar nunca a su favor, porque su piel morena y sus rasgos, mezcla de indígena y mulato, ponían todo en su contra.
Pero tenía los papeles que pasito a pasito, centavo a centavo, había conseguido la Juana como constancia para los juicios. Supo que era ahora o nunca. Así que, ya de 25 años, decidió cursar el bachillerato en Filosofía en el Colegio de San Nicolás, para acreditar los estudios que pedía aquel pleito legal.
Pero también porque se dio cuenta de que, pleito o no pleito, era la única forma en que alguien como él pudiera estudiar. Estaba confiado en que, además, el hecho de hablar dos lenguas indias lo ayudaría para que lo aceptaran.
En ese tiempo los rectores de las casas de estudio verificaban personalmente a los aspirantes para asegurarse de que tenían toda la documentación y, sobre todo, de que eran hijos legítimos. Así que el padre Miguel Hidalgo, rector de San Nicolás, lo entrevistó en persona, aceptó sus papeles y le hizo varias preguntas para conocerlo mejor.
El muchacho balbuceó como pudo su anhelo de estudiar, su deseo de conseguir una carrera en San Nicolás y estudios eclesiásticos posteriores, solicitando humildemente su apoyo, mientras el sacerdote lo escrutaba con la mirada. Luego le contaría a su madre:
«No sé por qué, mamá, pero su figura delgada, llena de vigor y energía, su pelo oscuro, apenas con unas cuantas canas, me sobrecogieron… Sus ojos verdes penetraban en mí, cargados de protesta o de esperanza, yo qué sé. Era como si esa mirada leyera muy dentro del alma. Cada una de sus palabras me quemaba en la piel como un hierro al rojo vivo. Parecía una fuerza de la naturaleza, pero también una fábrica de ideas. Lo había leído todo. Y yo quería, anhelaba, saberlo todo también.»
Algo se le quedó prendido en el alma al Chema desde entonces Como un ansia de saber más, mucho más, que sentía que sólo su rector podía llenar, porque había hecho cambios en las clases y ponía a sus alumnos a estudiar nuevos autores.
Pero Manuel Morelos, su padre, como si hubiera buscado hasta encontrar otra forma de no cumplir, apenas al año de haber regresado a Valladolid se petatió, con el hijo ya de interno en el Colegio de San Nicolás, y otra vez la Juana, Nicolás y la Toña quedaron descobijados.
En ese tiempo de estudios vivieron del trabajo de la Juana, tal vez de algo ahorrado en los años de Tahuanejo, quizá de alguna inversión clandestina en comercio. Años duros en los que el estudiante tuvo que hacer en la mitad del tiempo lo que otros hacían tan frescos.
Pero finalmente, después de tantos sacrificios, por fin logró presentar los exámenes de bachillerato. De inmediato cursó los estudios eclesiásticos en el seminario y en diciembre del año de gracia de 1795 obtuvo las órdenes del sacerdocio.
Juana estaba que resplandecía, esponjada como pavorreal, feliz como nunca de verlo usando sotana, más contenta que si su hijo llevara manto real. Sabía que no habría riquezas para él, pero tampoco hambre. Nunca, nunca más hambre.
Y lo que es la vida, la dichosa herencia, la capellanía tantos años peleada por la Juana, la vino a recibir José María Morelos mucho tiempo después, cuando ya ni falta que hacía, porque había salido adelante por sí mismo.
Al poco tiempo de ser nombrado cura le avisaron de la muerte de su madre. Al Chema se le marcaron surcos de dolor en la cara de tanto que la lloró. En adelante la tuvo siempre presente, en sus sueños y en sus apuraciones.
No tenía más que mirarse al espejo para verla de nuevo, porque la verdadera herencia que le dejó la Juana fueron esos ojos negrísimos, la piel morena, la risa estruendosa y una terquedad que los amigos llamaban constancia y los enemigos necedad.
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Laura Rivas es licenciada en Lengua y Literaturas Hispánicas por la UNAM y maestra en Historia por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Es autora del libro de cuentos La piel distinta y ha colaborado durante años en diversos diarios y revistas de circulación nacional y regional.
Escritora, docente (entre otros centros de estudios, en la UNAM) y narradora oral con más de 25 años de experiencia, realiza eventualmente espectáculos de narración oral para el Instituto Tlaxcalteca de la Cultura.
Ha impartido talleres de creación literaria (Instituto de Cultura del Distrito Federal), de Análisis Literario Aplicado la Narración Oral (INBA) de Cuento (Museo de Arte Contemporáneo Carrillo Gil) Cuento Contemporáneo (Instituto Tlaxcalteca de la Cultura) y Expresión Oral (Secretaría de Educación Pública). Ha realizado guiones para Radio UNAM y programas de narraciones sobre la Independencia y la Reforma Juarista para Radio Altiplano, de Tlaxcala.
FIN.