Aída López
El caballero subió a un taxi y pidió que lo llevaran a Lamberth Walk.
–En verdad que la gente debe contratar su funeral; es como dejar los preparativos de tu fiesta de cumpleaños a otra persona, o como pedir que otro compre la casa donde vivirás. A final de cuentas, es una propiedad inmueble –dijo al conductor.
–¿Por qué dice eso, Sir?
–Quién mejor que uno para decidir cómo le darán el último adiós, ¿no cree? –profirió con toda seriedad.
–Tiene usted razón –respondió el conductor no tan convencido de que él haría algo así.
El caballero pidió que pasaran por Hyde Park, donde solía ir de niño a jugar con su hermana menor, fallecida tres años atrás.
–Hemos llegado, Sir. Ahí es Funeral Care.
El caballero se dirigió al edificio de cuatro pisos, en busca de la oficina donde se contrataban los servicios funerarios. La recepcionista le indicó a qué privado dirigirse.
–Buenas tardes. Vengo a contratar sus servicios para un buen amigo –indicó al asesor que se encontraba al otro lado del escritorio.
–¿Para cuándo y a qué hora lo necesita?
–Será en cuatro viernes, a las ocho de la noche.
–¿A nombre de quién se hace la contratación?
–Ryan Steyn, a nombre de Ryan Steyn.
–¿Ryan Steyn? –dijo el hombre, sorprendido.– Hay un servicio con ese mismo nombre, pero aún quedaron en confirmarnos el día; parece que el señor continúa grave. Su esposa firmó el contrato desde el mes pasado y dijo que en cualquier momento nos avisaría.
–¿Tiene el nombre de la señora? Quizá se trate de otra persona. Sería demasiada casualidad.
–Anissa Steyn, sí, Lady Anissa Steyn –repitió el empleado y prosiguió: – Contrató el servicio más económico, algo que no parecía ir con el abrigo de pieles y joyas que portaba. Es extraño, pero en ocasiones se dan estos casos. La señora comentó que quería algo discreto, ya que no llegarían muchas personas; incluso pidió solo por tres días la sala velatoria, la más pequeña, sin servicio de café, ni religioso, porque su esposo no es creyente. También indicó que el féretro se mantuviera cerrado y que, por lo tanto, no sería necesario arreglar de más al difunto. Nadie lo vería.
–Estoy seguro que Sir Steyn, con su fortuna, no quisiera que su último acto social pasara desapercibido. Necesitaremos un piso completo para el confort de los que vendrán a darle el último adiós. Desde luego, una limosina para trasladarlo del hospital hasta aquí, además de los servicios religiosos, de comedor, y descanso para quienes deseen permanecer acompañándolo por más días. Grandes arreglos florales de rosas blancas para todos los espacios. Además, quisiera que con especial cuidado arreglen a mi amigo, ya que el tiempo que permanezca se mantendrá el ataúd abierto. ¡Ah! Algo muy importante: el féretro, que sea de maderas preciosas con baño de oro –acotó con seguridad.
–Una última petición: Sir Steyn mandó a hacer un retrato al óleo para esta ocasión especial. Se lo haremos llegar para que coloquen detrás del ataúd, ya que es bastante grande. No habrá duda de que se sentirá su presencia. Su última aparición en público es muy importante –puntualizó con la misma certeza de que la muerte es la única con la que nace el hombre.– Por el pago no se preocupe, la viuda lo cubrirá, encantada de que su esposo se vaya satisfecho de este mundo. ¿Usted no cumpliría el último deseo de su esposa? –preguntó con marcado sarcasmo.
La pregunta distrajo al empleado del punto.
–¿Qué seguridad hay de que la limosina vaya en cuatro viernes a las ocho de la noche a recoger el cadáver? –cuestionó dudoso.– La muerte no avisa.
El caballero, sin decir más, tomó su bastón y con paso lento se fue yendo, hasta que desapareció.
En cuatro viernes, a las ocho de la noche, arribó la limosina al hospital, solicitando el cuerpo de Ryan Steyn. La recepcionista indicó que había fallecido horas antes y que ya estaba listo el trámite para entregarlo.
A las diez de la noche arribó Lady Anissa, vestida de negro con sombrero de ala y guantes largos. No disimuló su asombro y perturbación al percatarse de que el tercer piso del velatorio estaba dedicado a despedir al difunto. El espacioso lugar estaba brillantemente Iluminado, y la fragancia de las rosas blancas permeaba el ambiente. En una sala aledaña, un exquisito buffet con postres ingleses y, desde luego, no podía faltar el té en todas sus versiones. Había cerca de 300 personas que más bien parecía estaban en una celebración: pieles, joyas y diseños exclusivos abundaban. Las damas se saludaban de beso y los caballeros vestían trajes de cashmere negro, corbatas de seda italiana y mancuernillas de oro; algunos, aún portando sombrero, tomaban té y fumaban su pipa. La estancia donde descansaba el ataúd –abierto, en madera y oro– tenía como fondo el majestuoso óleo de Ryan Steyn cubriendo la pared. La velación duraría más de tres días.
Lady Anissa no podía creer lo que veía. ¿Cuánto costaría el funeral? Sin duda era un error del lugar y ellos tendrían que absorber los gastos. Ese pensamiento la consolaba. Ella no pagaría cientos de dólares por el hombre que le fue infiel tantas veces y cuyo matrimonio se había sostenido durante años por los convencionalismos sociales.
Sin más, bajó las escaleras buscando al asesor con quien había hecho el contrato.
–Señor, hay una equivocación, el funeral de mi esposo no está bajo las condiciones que contraté. De ninguna manera pagaré semejante extravagancia –dijo indignada, mientras se acomodaba el anillo de esmeraldas que llevaba sobre el guante.
–Lady, no hay ninguna equivocación. Un amigo de su esposo vino hace cuatro viernes a cambiar las condiciones de los servicios, argumentando los deseos de él, y afirmó que la factura sería cubierta por la viuda, quien lo haría encantada al cumplir sus últimos deseos.
–Pero ¿quién es él? Usted no debió obedecerlo. Soy la única que tiene la autoridad para decidir el tipo de servicio requerido. Seguramente estará entre los cientos de invitados, departiendo como si fuera el anfitrión. Acompáñeme para aclarar esta situación por demás bochornosa e inoportuna.
La mujer corría por las escaleras con los ojos más hundidos de lo habitual; su palidez se acentuaba con el negro de su vestimenta.
Al llegar el tercer piso trataron, sin éxito, de encontrar entre los invitados a la persona que se dijo amigo del difunto.
El empleado no alcanzó a proferir palabra…
Después de que entró a la estancia donde estaba colocado el féretro, miró el óleo y, señalándolo con el dedo, cayó infartado.