Editorial
La pandemia que avanza por todos los confines del mundo continúa llevando muerte, dolor y lágrimas en su mortífero recorrido por los continentes afectados.
No hay sitio seguro, no existe previo aviso. Nadie está a salvo. Los países poderosos, los regímenes militares, las iglesias y sus excelsos guías religiosos, los acumuladores de las reservas mundiales de oro y recursos económicos, todos se encuentran a la expectativa sobre el tiempo en que llegará hasta ellos el día indeseable de la presencia del virus letal para afectarlos con su ola destructora de vidas y economías.
En esta guerra silenciosa, no declarada y la más letal de todas históricamente hablando, nadie se encuentra a salvo ni es inmune a los catastróficos resultados de la ominosa presencial viral.
Una pequeña luz, diminuta, asoma en la ventana de los investigadores, una esperanza porque, si bien puede hablarse de investigación y celebridades que se han dado las manos para hallar una salida, así sea temporal, con el logro de una vacuna, su hallazgo es difícil y lejano.
Las armas atómicas continúan en descanso. Los cohetes nucleares se conservan en sus silos. Las poderosas escuadras navales y los aeródromos alojan a decenas de miles de hombres armados dispuestos para enfrentamientos militares, por ahora, en estado pacífico, a fuerza.
Hace un tiempo se decretó una cuarentena que la población mundial cumplió con la esperanza de que al finalizar volviese la normalidad. Pasado el tiempo, se anuncia otra más.
Confinamiento, sí. Solución, todavía no. Esa es la nueva alternativa. La más reciente.
De nuevo operan las restricciones. Surge otra vez el temor.
Los pueblos vegetan, no viven, no conviven.
Otro confinamiento acendrará la frustración y las afectaciones en virtud de una supervivencia limitada en extremo.
Y la población de todos los países continúa con la misma pregunta: ¿Hasta cuándo?