Del hueco de la tierra
Carlos Duarte Moreno
Especial para el Diario del Sureste
Nervo aconsejó no tirarles margaritas. El hartazgo tiene en ellos su expresión más lata. La sátira plasmó en su estructura inflada el símil de los regalados por la Vida. Por eso Sancho es obeso y ventrudo y lo seguirá siendo. Los ojos de las ardillas son inquietos y vivos; los de los cerdos son adormidos, lamedores –anticipo de lengua, de esófago, de estómago y de vientre– y miran con humildad mañosa. El desecho los desespera y los atrae. La inmundicia es su gozo; mientras más fermentada, mejor. El lodo es el plumón de cisne de su clerecía repochona, ociosa y badulaque. Se engolfan en él como en el seno de la gloria. Gruñen de hambre y gruñen de satisfacción. Esaú es su padre moral, el Adán espiritual de su casta. Tienen una hidrofobia pacífica y extraña: desdeñan las corrientes limpias. El olor de la podre los atrae. Sin las virtudes del perro ni las melosidades sabias del gato, el ruido de los trastos de cocina representa el toque de corneta para reunirlos. La cacerola que se inclina sobre el basurero para dejar los desperdicios constituye su apoteosis. Engordan aun a costa de las entrañas descompuestas de sus congéneres. El cuervo es su compañero de festín. Sus muelas de piedra pómez y sus colmillos encapotados de sarro son sus armas. Comer. Enfangarse. Sentir el vientre abrumado de grasa tocando con su obesidad la tierra. He aquí toda su ilusión; la razón de su existir. Un hombre con una cubeta llena de residuos de fonda y pellejos de carnicería basta para reunir a una piara. Levantarán sus trompas chatas ante el olor de la ración nauseabunda. Y darán vueltas, desesperados, biseando el gruñir en una hosana interminable. La siesta en el fango, después de hozar en el rancho viscoso, es imprescindible. La digestión los marea a medida que se hacen adiposos. Roncan, no sueñan. Ignoran si existen las estrellas. Nunca ven hacia arriba. Enfocan siempre el suelo con la vista. Cuando tienen hambre ensordecen. Colmarlos. Tal es la medida para reducirlos al silencio. El detritus es su adormidera. Pero hay que dárselo en cantidad. Ellos creen que engullen manjares de dioses. En desbandada de hambre huellan todo: lises, mieses, rosas, palmas. Los pájaros heridos en las alas y caídos a mitad del camino van al fondo de su apetito. Salpican cuando trotan sobre los lodazales. Escatófagos por excelencia, la letrina es su vaso de elección. Los sepulcros no representan nada para ellos. Sacarían a ras de suelo huesos de salvación, revolviendo la tierra, con tal de ver si pueden aprovechar algo. Comerían cadáveres de mártires. Lamerían la sangre de los sacrificados por la Verdad y gozarían en ello sin el menor escrúpulo. El instinto de conservación radica en ellos en el intestino. Lo purulento es su heliotropo. Su pelambre encostrada de tierra coagulada se les figura que es un manto. La triquina es la herencia que fija su tara. Su babeo espumoso lleva el germen de la cólera. Cuando están en furia parecen soplados por Alarico. Cuando jadean a las puertas del cólico, parecen adormecidos por Baltazar, el del festín clásico. El tipo humano que está más cerca de ellos es Gambrinus. El más lejano Don Quijote.
Verdaderamente el asno debiera ser el cerdo y no el asno. Su brutalidad es piedra. Topos hasta en su instinto, resumen en sí a otro animal. Para aliviarse de sus colonias de piojos de caballeriza se rascarían untándose en la columna de mármol de los héroes. Creen que el mundo les pertenece. La zahúrda en que se les aísla la piensan un relego por envidia. Devoradores de bellota, la hoja de laurel les parece insípida. En los fangos tranquilos, muchas veces han metido el hocico durante las noches, queriendo masticar a la luna en cuarto menguante creyéndola una tajada de cáscara de fruta. Ellos son así y no pueden ser de otra manera. Son cerdos. Y muchas veces, con esos ojos lamedores y caídos de digestión, mientras se enfangan en las charcas infectas acezan de grasa, y miran despectivamente a los hombres, como si ellos hubiesen conquistado la gloria…
Mérida, 16 de noviembre de 1934.
Diario del Sureste. Mérida, 18 de noviembre de 1934, p. 3.
[Compilación y transcripción de José Juan Cervera Fernández]