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Conversando con Nora

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Letras

XIX

Norita Palacios de González es de esas lindas señoras que todavía disponen el café en servicio completo de porcelana, y hornean galletas de avena para la hora de la merienda, que es precisamente la hora en que fui a visitarla a su casa, en el centro. Ella es miembro activo del Círculo de Lectores –de Alfredo Arcos– y como siempre tiene algo interesante por decir, le pedí que una tarde me recibiera para platicar sobre cómo llegó su familia a Nuevo Laredo y los pasos que siguieron para convertirse en laredenses de pura cepa…

Con la misma admiración que todas las mujeres sentimos por nuestro padre, ella habló del suyo, don Lázaro, venido de una de las haciendas cercanas a Monterrey, alrededor de los años treinta, para establecerse en Nuevo Laredo, donde abrió la tienda de abarrotes más importante en un tiempo: El Surtidor. Vendía de todo a los rancheros que, después de proveerse, le decían: “Ai me lo apunta, cuando venda el becerro (o salga la cosecha), le pago”. Así llenaba un cuaderno con las listas de los deudores que puntualmente cumplían, porque eran hombres de honor.

Tiene muy presente la ocasión en que su papá dijo: “Van a subir un centavo el kilo de maíz y el de frijol, ya encargué un vagón completo de cada uno”. Cuando llegó el tren y comenzó la descarga, la bodega se llenó hasta el techo y ella, a pesar de ser pequeña, ayudó a separar los granos: para mayoreo, en costales; para menudeo, en bolsitas. En ese entonces, el kilo estaba a ocho centavos. También recuerda la demanda por una tela mexicana llamada “cabeza de indio”: algodón grueso, suave y resistente para confeccionar sábanas y fundas.

Yo fui hija única y mis papás me dieron la mejor educación a su alcance. Estuve internada en el Colegio Metodista Holding, de Laredo, Texas, dirigido por un matrimonio alemán. Era mixto, pero los varones se alojaban en unas barracas y las niñas en los dormitorios del edificio, a la hora de las clases y de las comidas, convivíamos todos. Los viernes en la tarde, mi papá me recogía del colegio para llevarme a casa y me devolvía el lunes temprano.”

A principios de los años cuarenta, el edificio que ves aquí junto (Monex) era un terreno de papá y funcionaba como cine, llamado Colonial. En esos años, no se acostumbraba mucho el aire acondicionado porque resultaba carísimo, y para que se pudiera tolerar el calor las funciones eran al aire libre.” (Qué curioso, en esos años, en Mérida también existía el Cine Colonial y su techo estaba tapizado con una tela azul tachonada de estrellas que simulaba una bóveda celeste. En el cine de don Lázaro, el cielo y las estrellas eran de verdad).

Al fondo del local había una pared pintada de blanco sobre la que se proyectaba la cinta. Al frente, se colocaban sillas plegadizas de fierro, y hacia atrás, unas bancas de madera con respaldo. A un lado, unos cuantos escalones conducían a gayola, donde era más barato y su piso hacía las veces de techo para la sección de bancas, de modo que cuando llovía, todos corrían a resguardarse en ese pequeño espacio. Nada más si la lluvia estaba muy recia, o si se iba la luz, la función se suspendía y se devolvía el dinero o se les daban boletos para otra ocasión. Los meses de enero y febrero permanecía cerrado, por el frío.”

(Qué ricas galletas ¿cuántas llevo, tres, cuatro? Y dos tazas de café. Podría pasarme la vida conversando con esta dama tan bonita, con esos ojos azulísimos y cutis envidiable, que vive acompañada de libros, revistas ¡y galletas!).

Llegaban películas argentinas preciosas, muchas de Amanda Ledesma, también cine mexicano y de la Metro-Goldwin-Mayer cuando comenzaba el technicolor. En nuestro cine se estrenóLo que el viento se llevó’ y para el estreno de¡Ay, Jalisco, no te rajes!’ se subió el precio de un peso a uno cincuenta; hubo sus protestas, pero ¿quién no pagaba cincuenta centavos de más con tal de ver a Jorge Negrete? A media película, pasaban unos muchachos con venta, uno con canasta de dulces de leche, muéganos, palomitas, y otro con baldes atascados de hielo, con refrescos embotellados. A pesar de que casi todos los cinéfilos eran vecinos del rumbo y venían a pie, pues la ciudad era muy chica, se vestían apropiadamente, las mujeres bien peinadas, con medias y tacones, los señores con camisa y pantalón dominguero.

Nuestra competencia era el Cine Tropical, instalado dentro de la Plaza de Toros, en Juárez y Bolívar, también muy céntrico, pasaba películas distintas, pero nosotros estrenábamos cada tercer día. Por esa razón, mientras estaba en el internado, anhelaba la llegada del viernes para poder ir tres días seguidos al cine que, por cierto, como estaba al descubierto, comenzaba pasaditas las ocho de la noche, cuando ya estaba oscuro. La publicidad la hacíamos en una camioneta con altavoces y a través de volantes distribuidos por toda la ciudad.”

¿Asistía mucha gente, venían personas de fuera? Mi amiga acerca su silla y susurra en confidencia: “Por donde está ahorita el hemiciclo a don Benito Juárez era el final, le llamábamos el kilómetro diez. Por ahí estaba ubicado un cabaret llamado Casablanca al que concurrían muchos soldados de Laredo, Texas, porque había dos Fuertes: el de la Armada y la base aérea. Así que venían al cine y luego iban al cabaret. Ellos traían una cartilla donde estaba anotado a dónde podían ir y esto era: el cine y el cabaret, porque la zona de tolerancia –tan famosa en Nuevo Laredo– les estaba prohibida. En otro orden de cosas, recuerdo que en esos años de la Segunda Guerra Mundial había una ensambladora de aviones en Corpus Christi, relativamente cerca de acá, y muchas mujeres trabajaron como remachadoras. Ahí empezó cierta liberación femenina, pues por el tipo de trabajo se implementó el uso de los slacks y luego se adoptó, por comodidad, la costumbre del pantalón en las mujeres.”

Ni por moda podría imaginar a Norita con pantalones. Los vestidos floreados de gasa, las pañoletas, los broches, las delicadas prendas de oro, son los que están hechos para ella. No obstante haber devorado galletas toda la tarde, me doy cuenta que seguiré haciéndolo, pues la anfitriona retira de la charola quién sabe cuántas más y las va colocando en una servilleta, “para el camino”. Me entrega también un engargolado sobre Los sefarditas de Nuevo León, recomendando su lectura. Repostería e historia: feliz regreso a casa.

Paloma Bello

Continuará la próxima semana…

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