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Contemplaciones desde la primavera canadiense – II

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Perspectiva

Desde Canadá

XI

Muchas cosas han cambiado desde que la pandemia apareció en nuestras vidas para trastornar no solo nuestra rutina diaria sino nuestras costumbres.

Mientras los humanos conservamos distancias, nos aislamos, y aprendemos a convivir de otras maneras, la Naturaleza ha tomado este tiempo para recuperarse de ese virus destructor que somos la raza humana. Así, nos sorprende observar animales que se acercan a lugares que hasta hace poco les pertenecían, y de los cuales los alejamos; la capa de ozono se ha regenerado, así como la calidad del aire en lugares en los cuales la contingencia ambiental era algo de todos los días.

Con la natural detención de muchas de las actividades, muchos hemos podido apreciar el tiempo que aprovechamos y, sobre todo, el que desaprovechamos en muchas de ellas. Algunos empujan hacia la necesaria obtención de nuevas habilidades y conocimientos dentro de este período de aislamiento, otros invitan a la contemplación y la meditación.

Cada uno sabrá a qué dedicar su tiempo durante lo que queda de esta forzada cuarentena, porque habrá de concluir, sin duda, y espero que también sepa en qué dedicarlo a partir de ese momento.

No le veo sentido a lamentarse por lo que no tenemos.

La Vida continúa, y nosotros en ella.

Canadá me sigue sorprendiendo, no solo por sus paisajes que lentamente adquieren color, también por todo aquello asociado a la latitud en la que se encuentra.

Long Sault, la localidad en la que vivo, se encuentra a poco más de 25 kilómetros al este de Morrisburg, y a 10 kilómetros al oeste de Cornwall. La carretera provincial 2 costea el río St. Lawrence, y conecta todas estas poblaciones. El río es un afluente de uno de los Grandes Lagos: Lake Ontario; al sur, cruzando el río, se encuentra el vasto territorio del estado de Nueva York, en los Estados Unidos.

La anterior introducción es para retomar el clima como uno de los elementos más asombrosos que me he encontrado durante mi estancia, al compararlo contra el de nuestra calurosa península yucateca.

Por ejemplo, mientras mi familia y las noticias me reportan que en Mérida la sensación térmica en estos días regularmente supera los 50 grados Celsius, en estos rumbos la primavera se ha escondido detrás de las enaguas del invierno y aún no se quiere asomar: las temperaturas aún bajan por las noches, acercándose a los cero grados, y tan solo ocasionalmente las he visto acercarse a los 15 (ayer hubo 14 grados centígrados), para precipitarse nuevamente.

Por otro lado, mientras en Yucatán nuestra temporada de lluvias supuestamente inicia en mayo –en realidad desde hace muchos años lo hace hasta junio e incluso hasta julio–, aquí es muy común que abril sea lluvioso. “April showers bring May flowers”, que traducido es algo así como “Lluvias en abril generan flores en mayo”, es la expresión con la que me han explicado esta continua sucesión de nublados y chubascos que, por un lado, terminaron de derretir la nieve acumulada (aunque aún cae una que otra nevada ligera) y, por otro, han hecho que la mayoría de las plantas asomen retoños, como promesas de lo que depara el futuro.

Hace una semana, el servicio meteorológico envió alertas a toda la región: ráfagas de hasta 80 kph se esperaban durante una de esas noches debido a una tormenta que se había generado desde Texas, se había fortalecido a través de los Grandes Lagos, y finalmente descargaría lluvias y viento sobre nosotros.

Esa noche aprendí algo más de estos lares: el viento que susurraba, y en momentos gritaba, al pasar por las altas coníferas que abundan, me recordaron el aullar del viento cuando alguno de los ciclones que he vivido en Mérida. El veloz transcurrir de las nubes, mientras el viento hacía sentir su presencia, me resultó ominoso inicialmente, pero resulta que es algo completamente normal aquí.

Hay un detalle más que había omitido comentarles, que también tiene su origen en el clima. Cuando llevaba poco menos de dos meses viviendo aquí, noté resequedad extrema en mi cuerpo: sentía comezón en la espalda, y mis manos se habían agrietado, al extremo de presentar costras y sangrado al lavármelas. Como contexto, Mérida tiene una humedad promedio diaria que supera el 80%, mientras que la humedad promedio aquí ronda el 45%. Pregunté a mis compañeros de trabajo si acaso el frío del invierno se estaba ensañando con la tropical adquisición que había hecho la empresa, o sea yo. Como respuesta, sonriendo, todos apuntaron a la botella de crema hidratante que cada uno de ellos conservaba sobre su mesa de trabajo.

Resulta que no solo es común, sino que es sumamente importante conservar hidratada la piel en esta región, mucho más para aquellos que padezcan alguna enfermedad de la piel; al mismo tiempo, aquellos que sufran llagas por esta resequedad extrema, y padezcan de diabetes, deben ser aún más cuidadosos con el cuidado de su piel. Me llama la atención –una enésima muestra de que los viajes ilustran– que, a pesar de que vivimos junto a un río, la humedad es insuficiente para mantenernos hidratados y, por el contrario, puede causar estragos si nos exponemos a los elementos sin protección.

Ese mismo día, apenas salí de la empresa, me dirigí a la farmacia más cercana (a diferencia de nuestra Mérida, no abundan) y adquirí una crema hidratante. Al aplicarla en mis manos, el alivio fue inmediato, y comprendí que, junto con los abrigos, este es un artículo de primera necesidad.

Desde esta perspectiva, muy cierto resulta aquello que mi madre siempre nos recitaba cuando nos hacía un encargo que nos hacía salir de la casa, nuestra zona de confort, y nos veía sufrir mientras nos imaginábamos escenarios que podrían evitar que llegáramos con lo que nos había pedido, con el consiguiente regaño: “Quien boca tiene, a Roma llega.” En realidad, este dicho tan solo apunta hacia algo que es vital y nos hace siempre la vida más fácil: comunicándonos adecuadamente siempre crecemos como personas y, más importante aún, obtenemos respuestas a preguntas que nos planteamos.

S. Alvarado D.

sergio.alvarado.diaz@hotmail.com

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