Adán Echeverría
El día que volví a ver a Lía es algo que aún no ocurre. Las noches neblinosas de Ensenada me han traído a los ojos -del cerebro- su presencia. Fueron pocas las veces que pudimos correr sobre los amaneceres, entre sudor, los hilos de la hamaca, sábanas, para escaparse de mis brazos y regresar a casa antes que su madre comenzara sus sospechas.
La conocí en la preparatoria. Era alumna en la nocturna, y yo tenía la oportunidad de impartir algunas materias en lo que entraba a estudiar la maestría. No hubo flechazo: fue una erección a primera vista. Quizá fuera el cabello negro que colgaba hasta sus nalgas. O tal vez era aquello de mi amordazada homosexualidad de aquella época, porque su talle liso y sin pechos, de muchachito de 22 años, me parecía excitante. Lo cierto es que todo comenzó con eso de sus constantes “¡Qué me ves!”, que se volvieron un susurro inaudible de labios rojos que dejaban escapar el silábico “¡Qué dia-blos-me-ves!” cada vez que yo pasaba frente a su salón, a lo que por única respuesta había una sonrisa de mi parte.
Cuando eres maestro de preparatoria te quedan prohibidas las salidas con alumnas. ¡Pero ella tenía 22! Entendí de golpe las ventajas de dar clase a personas mayores de edad que no habían tenido la oportunidad de terminar su bachillerato y que, con el paso de los años y la vida por su cuerpo, decidieron volver para intentarlo. En la preparatoria nocturna había de todo, menos personas menores de edad, y eso era algo que aprendí a disfrutar en las piernas, las caderas, los talles delgados de algunas de las alumnas, como dentro del pantalón de algunos de los muchachos con quienes tuve oportunidad de departir alguna vez.
Como yo no sería aquel cínico que la citara en la escuela, pudo la fortuna hacer que nos topáramos por una de las calles de la barriada. La suerte, la divinidad, el demonio es así. Ella vivía a sólo unas cuadras de donde yo tenía mi apartamento de joven divorciado. Se nos hizo fácil entablar algún tipo de charla.
“¿Me está siguiendo?” soltó sin siquiera verme, mientras daba largas chupadas a una tutsi pop. Sus rojísimos labios de colegiala como una pequeña ventosa alrededor de ese pequeño glande rojo de caramelo:
“También es mi camino,” y quise apurar el paso dejándola atrás. Reímos por la ocurrencia, y me acompañó hasta la puerta del apartamento.
“No diga que sus alumnas no lo cuidan. Le traje sano y salvo,” lo cual fue una total mentira porque me había rasgado tanto la ética de profesor como la conciencia que quería brotar en mi cabeza.
Deseché la conciencia de un manotazo y la invité a pasar. Le ofrecí un refresco y respondió: “¿En serio crees que estoy tan flaca porque me la paso tomando coca colas?”
“Comes paletas, supongo que tiene la misma cantidad de azúcar.”
“¿Y te excita lo mismo viéndome chupar la paleta que tomando refresco?”
Todas las mañanas, a las 6 a.ma, tocaba o, más bien, aporreaba mi puerta con sus delgadas manos, de delgada mujer; al abrirle, brincaba sobre mí y me rodeaba la cadera con sus delgadísimas piernas. Toda ella se volvía una pequeña ventosa que se iba cerrando y succionando muchas partes de mi cuerpo, ensalivándome con esa gracia que solo una mujer hambrienta puede entender. Los “Te amo”, “Te necesito”, “Dámelo”, se decían sin impudicia. Y nos apretábamos lo suficiente para terminar jadeando. Antes de que yo tuviera oportunidad de decirle alguna lindura, o una terneza, de esas que uno se ve obligado por la sociedad a recitar, aprovechando que reposábamos del sexo, ella saltaba de la hamaca, o se bajaba de la cama, se metía sin calzones en los pants de corredora que traía, y desaparecía como la niebla al calentarse el día.
No tardé en darme cuenta de la presa en que me había convertido: Una mujer hermosa me iba arrancando de a poco no solo el semen, sino lo poco que tenía de cordura; en cada beso en que nos fundíamos el agua de su boca iba inundando cada uno de mis nervios y hacía rebotar mi pasión en cada uno de aquellos espacios que yo aún conservaba de mi fallido matrimonio. Yo era de aquellos que se limitan después de haber probado las mieles de aquello que nombran amor, y que comienza a pensar que las relaciones deben caminar con esa manera de quererse en serio. Uno sale de un matrimonio algo domesticado; aunque quiera aparentar que quiere devorarse el mundo, cada paso lo da de a poquito, pensando que si se nota muy dispuesto parecería un acosador, o un maniático sexual, del que todas las chicas pensarán: «Por eso lo dejó la mujer».
Pero con Lía entendí lo que era aquello de ir perdiendo la cabeza por sentirse usado para el sexo, en vez de mirarme en los espejos de la mente y convencerme al decirme «Déjate llevar y gózalo, ella sabe lo que quiere». En cada orgasmo tenía que reconocer que ella se veía tranquila, risa que risa la sirenita; pero a mis apenas 26 años, y luego de ese fallido matrimonio, me sentía tonto y poco dispuesto a disfrutar sólo lo cárnico de una relación.
Me detuve a pensar que necesitaba el diálogo, la conversación. Quería saber quién era Lía. A regañadientes, como una forma de responder a mis cuestionamientos, y con mucho desgano, comenzó a darme pedazos de esa historia que yo solicitaba. Tal vez todo fueran mentiras, quizá solo clichés que había ido aprendido a decir: El sometimiento de sus padres, La prepa aún no terminada, Aquello de la hermanita de 5 años, que yo siempre creía que era su hija… Hasta que, fastidiada de mis preguntas y comportamiento, me dijo: «No vine a conversar». Lía gritaba y pataleaba, con mi verga en sus manos, lamiendo y succionando, lamiendo y succionando, sin dejar de mirarme a los ojos.
Insistí: «Quiero que seas mi novia». Con sus ojazos de lechuza abiertos al máximo, en ese color negro profundísimo, pude verme reflejado. En verdad, hoy que lo recuerdo, me doy asco por haber sido tan cursi y pusilánime.
Con mi verga llenándole la boca, al escucharme se lo sacó y escupió el miembro, lo soltó, se paró en la cama, puso cada uno de sus pies al lado de mi torso, como un Coloso de Rodas, y desde aquella altura, dejándose admirar la desnudez que la hacía un monumento a la ira justo en el centro de mi cama y de la habitación, con el coño aún goteándole, soltó: «¿Te gusta lo que ves? ¿Así como soy: una chamaca sin tetas?»
Quise decir que sí. Debí decirlo de inmediato.
Pero ella levantó las manos, comenzó a pasar el peso de su cuerpo de un pie al otro, moviendo las caderas, en un improvisado baile; de momento me montó, y comenzó a besarme y sacudirse con tal furia, hasta lograr que me corriera. Se vistió de prisa y, toda sonrisa, dijo “Adiós” como última palabra. Cerró la puerta del apartamento con mucho cuidado, casi sin hacer ruido, como si no quisiera irse. Yo la miraba aún desnudo desde la cama, apenas contemplando su partida, sin poder añadir nada más.
Los días fueron pasando sin Lía.
No volvió a la escuela. No volví a encontrarla por la calle. No volvió a golpear la puerta de mi apartamento.
Y no ha sido sino esta bruma de Ensenada, que todas las mañanas cubre la bahía, la ciudad, los apartamentos, lo que me ha hecho recordarla.