Miras indiferente por el agujero de la pistola.
Desde este plano puedes ver el perímetro del tubo.
En su oscuridad pretendes alcanzar los recuerdos que, convertidos en manojo de luciérnagas, encandilan los instantes de rabia que atravesaban tu vida cada noche, cuando ella se retorcía las manos esperando salieras de las crisis depresivas que te despertaban el instinto de fiera, y conducían los dedos hacia el cuchillo, para trazar sobre el brazo líneas de sangre – simulando agallas enrojecidas de algún pez muerto –, o incluso te empujaban a lanzar golpes a las paredes y las puertas, causándote heridas superficiales en los nudillos. Todo por la impotencia de controlar los celos.
Observas tu carne adherirse al metal del arma.
Colocas de tal manera el instrumento en la mano hasta sentir que son la misma cosa, combinación de elementos que los conforman: un sólo material viscoso, un miembro transformándose en otro para ser parte del mismo.
Introduces el metal a la boca y lo asientas sobre la lengua.
Las imágenes corren vertiginosas, indescifrables, a través de tu mirada en el vacío. Tu mente las genera: son una cascada arrastrando el miedo que te inspira la ley y su terrible justicia; el dolor del cuerpo de ella precipitando lágrimas que como un ácido van desfigurando el rostro.
No puedes aceptar que hayas sido tú el que causó esas heridas a la mujer que amas, indelebles marcas que sobrepasarán el tiempo, esa desfiguración que le impusiste. Y en el caleidoscopio de escenas que fabrica la mente el cuerpo, carne flácida, inerte, de aquel tipo sin nombre, sin historia, con quien la encontraste. Ese animal que quiso atreverse a tus dominios, que intentó adentrarse para atrapar a tu hembra, y te ha hecho convertirte en la imagen de furia que atesoras.
No hay sonidos. Había, pero la concentración sobre la mano que se transforma, con lentitud, con decisión, te ha hecho dejar de escuchar aquellos golpes diminutos, angustiados gritos que esperan al otro lado de la puerta, afuera del cuarto donde te escondes, este cuarto iluminado por ventanas amplias, con las paredes repletas por las fotografías que te sacaste con ella, los mismos muebles y los rincones que te proporcionan paz: estás en casa.
La luz filtra constante y sobre los ojos desboca el resplandor. Su calor te atraviesa y los estertores de los músculos con el sudor espeso que mana de tus poros, producto de la huida, ceden.
Todo está quieto, solo percibes el movimiento de tu mano recorriendo el arma.
Lejos han quedado el cadáver del amante y los pedazos marcados del rostro de ella que tanto te gustaba.
Sabes que no hay otra salida y estás decidido a comenzar de nuevo, a renacer.
El sabor acre del fierro helado hace que tu lengua recorra el cañón para calentarlo, como si al pasar el proyectil la temperatura no fuera suficiente.
El cerebro lanza las últimas indicaciones al miembro mutado y se activa el gatillo.
Del otro lado de la puerta (tan pequeña ahora), los gritos y los golpes arrecian hasta hacerla ceder.
Las personas entran en estampida: unas con la cara descompuesta por las lágrimas, otras con el rencor y el enojo palpitando en la frente.
Ella viene con ellos, afligida, con el rostro sin marcas, limpio, sin sangre ni huellas en la piel.
Los contemplas a todos desde cada ángulo, desde todas partes.
Intentas contener la luz que escapa de tus ojos, visualizar las voces, enfocar sus manos.
Todos revolotean a tu alrededor.
Los observas precipitarse sobre el envase de tu cuerpo, como aves de rapiña, sacudirlo en busca del brillo en tu mirada.
Pero no hay nadie más.
Las amplias ventanas de la habitación en que te refugiaste se abren con el viento.
Eres ese vendaval de emociones que en espirales gira sobre tu cadáver.
Preso ante la luz que filtra…
Adán Echeverría