“La patria chica es mía no por ser la más bonita, ni la más grande, ni la más rica sino porque es mía”. A.D.A.
L.C.C. VICENTE ARIEL LÓPEZ TEJERO
Pocas son las cosas que realmente me hace sentir apreciado, estimado y reconocido como ser parte de una comunidad que me dio sentido de pertenencia e identidad, me identifica como miembro de una sociedad, se hace presente en cuanto me preguntan mi origen, me hace sentir parte importante de un todo; cuánto más si se ha vivido en una comunidad en donde todos fuimos tratados por igual, respetándonos y conviviendo en una sana relación.
El sentido de pertenencia se refleja cada vez que me encuentro con alguien de la Colonia Yucatán, que vivió o haya nacido en esta comunidad. Cuando me preguntan «¿Conoces a fulano de tal? Es mi vecino o trabaja conmigo, es de la Colonia Yucatán, se llama fulano de tal… a ver… ¿cómo le dicen?», respondo: «Ah! Claro que sí, su papá es tal y sus hermanos son tal y tal… ¡claro que lo conozco!»
Haber nacido y vivido en la Colonia Yucatán no pudo ser más afortunado para mí. Aunque me tocó vivir en una época en que las familias eran numerosas -la mía se componía de 6 hermanos y se mantenía con el sueldo de un obrero, aunque hubo familias con 8, 10, 12, 14 o más descendientes-, no fue una vida dura si se tiene en cuenta la cantidad de amigos que tenía en ese entonces.
Era una costumbre ir a buscar agua “destilada” a la fábrica; ahí se encontraba uno con una larga fila de recipientes. Los dueños aprovechábamos el tiempo para jugar una cascarita de béisbol en el campito que estaba precisamente enfrente del tubo de agua hirviendo que surtía a chorritos el vital líquido para beber.
El parque de la Colonia se convertía todos los días en una verdadera feria, siempre estaba repleto de chamacos, jóvenes y adultos ya que siempre se organizaban torneos de basquetbol o voleibol. Había una gran cantidad de niños alegres que jugábamos a cualquier cosa, la convivencia era siempre sana, alegre y divertida, el vocabulario de los chamacos en ese entonces era decente, si acaso alguna majadería leve como decir “cabrón” o “chingón” era todo lo grave que uno podría haber dicho o escuchado de los que ahí convivíamos. Claro está: cuando alguien sufría un accidente, profería toda clase de palabrotas, justificando de esta manera su desahogo por el dolor físico.
No necesitábamos dinero para ser felices ni tener los aparatos que hoy día inundan a nuestra sociedad y aíslan a nuestros niños. Parafraseando a Catón: “Nosotros vivíamos la vida, no la veíamos pasar”.
Recuerdo aquellas noches de jugar en la cancha “quemadillas”, “encantados”, “arriba-abajo”, “brinca burro” y “tamalitos a la olla”, niños y niñas por igual, cada quien con sus respectivos grupos de amigos nos dedicábamos a jugar. ¡Claro!, hasta las 9 de la noche cuando mucho, porque había que levantarse temprano para ir a la escuela.
Las noches de diciembre, la iglesia se llenaba de niños que previamente habíamos participado en la pastoral y, después de misa, rompíamos piñata en la ex iglesia con su respectivo “T’oox” (que en maya significa repartir, distribuir).
Los sábados por la tarde asistíamos a la doctrina, y a las 6.30 íbamos al cine a ver al “Santo el enmascarado de plata”; por 50 centavos veíamos la primera parte de la película, que era exclusivamente para niños ya que la función de las 8.00 de la noche era exclusivamente para jóvenes y adultos. El domingo, a escuchar misa de 8.00 a.m., que también era exclusivamente para niños, con las respectivas catequistas. A las 12 del día, los que tenían dinero podían entrar a la matinée, y a las 6.30 p.m. asistíamos a ver la segunda parte de la película, siempre en orden y portándonos bien ya que “don Tucho” -Bernabe canché- era el fiel custodio de la entrada al cine.
Los recuerdos nos inundan de alegría cuando saludamos a un contemporáneo que estudió con nosotros en la Colonia. La plática se remonta hasta nuestra niñez y juventud inigualable, casi todos estudiamos desde el kinder hasta la secundaria; fueron muchos años de convivencia, así que los recuerdos y anécdotas florecen de manera vívida a nuestro encuentro.
Cuando veo y saludo a alguien de la Colonia Yucatán, ya sea acá en Mérida o en otro lugar, no importa si estudió conmigo o no, siempre es muy grato conversar con él y recordar todos los momentos agradables que vivimos y compartimos, en ocasiones -y no exagero-, se pasa el tiempo volando, nunca nos da el tiempo para conversar todo lo que uno quisiera.
Si estamos en familia presumimos a los nuestros con orgullo: «Mira, hijo, esta persona estudió conmigo desde el kínder», o simplemente decimos: «Es de la Colonia», como sinónimo de confianza.
Saludamos a personas con quienes por tantos años convivimos, de cualquier edad. Siempre hay mucho que decir, recordar la niñez, juventud, las primeras novias, el grupo de amigos, etc.
Nacer en una comunidad pequeña por supuesto que tenía sus desventajas, afortunadamente tan pocas que no recuerdo haber tenido un incidente que valga la pena recordar.
En nuestra época, varios fuimos acólitos con el Padre Andrés Lizama Ruiz (por cierto, el primer párroco yucateco de la iglesia de nuestra señora del Carmen, después de los sacerdotes de Maryknoll) quien, aunque era un hombre de carácter fuerte, nos enseñó y le aprendí mucho de su disciplina, puntualidad y responsabilidad. Él fue quien inició los grupos de “scouts” que luego continuó el padre Basto –José Francisco Basto Aguilar-.
La convivencia en la Colonia Yucatán era todos los días en la escuela, en la calle o en la fábrica, donde la compañía “Medval” nos daba oportunidad de trabajar –primer y tercer turnos, ya que teníamos que asistir a la escuela por la tarde- para ayudarnos con nuestros gastos de fin de curso para nuestra graduación al concluir la secundaria, y para tener algo de dinero para continuar nuestros estudios en otro lugar ya que en aquel tiempo en la Colonia no había bachillerato.
Las épocas en que trabajé en la fábrica eran una prolongación de esa convivencia. El relajo y las bromas -sanas- eran cosa de todos los días, ahí se encontraba uno con compañeros que siempre le jugaban bromas a los demás. Claro que los jefes de turno no a todos trataban por igual, había sus preferidos a los que les asignaban trabajos “suaves”.
«Un día que estaba trabajando de ayudante de electricista se necesitaron 30metros de cable. Me mandaron a buscarlos al almacén,» recuerda Basilio Alcocer Cetina. «Llego, hago mi pedido al que en ese momento se encontraba detrás de la barra del mostrador despachando. ¡Ahorita te lo llevo, hija!», me respondió. Supuse que tenía muchos pedidos y me fui a seguir con mi trabajo,; al poco rato estaba trepado en la escalera cambiando unos focos del techo cuando se asoma “Baby” -Alberto- Oy y me tira unos pedazos de cable al suelo al tiempo que me grita: «¡Aistá, hija! ¡Cuéntalos son 30!»… «El muy inocente medía cada metro del cable y lo cortaba hasta que juntó los 30 metros para llevármelos,» dice el hermanito de “Chary” entre la risa de los que lo rodean, ya que este Basilio tiene muchas anécdotas de su paso por la fábrica y por la Colonia, ya que es muy relajista.
En la Colonia Yucatán disfruté y gocé de muchas comodidades, casi me atrevo a decir que fue ahí donde Abraham Maslow fundamentó los cinco niveles de la jerarquía de las necesidades del hombre: ahí teníamos protección, salud, bienestar y educación; lo demás vino por añadidura.
Nacer en la Colonia me hace sentir orgulloso. Viví en una comunidad en la que, además de ser completamente distinta a las demás que componen nuestro entorno geográfico, tuve un tiempo de niñez y juventud inigualable, me hice de entrañables amigos y –hay que decirlo– mucho tuvieron que ver los sacerdotes y los maestros para que la convivencia fuera plena. Tal vez por haber vivido ahí no me daba cuenta de lo valioso que es haber sido parte importante de la historia de nuestra querida Colonia Yucatán.