Inicio Nuestras Raíces Cobardía

Cobardía

5
0

Visitas: 2

Letras

Rubén M. Campos

Parsifal

[Serapio Baqueiro Barrera]

(Especial para el Diario del Sureste)

Vino a Mérida, como delegado al Segundo Congreso Nacional de Historia, el gran poeta y erudito crítico de arte musical don Rubén M. Campos, ante cuya docta institución científica yo también tuve el honor de ser delegado.

En la primera sesión plenaria que celebró el congreso, cuando el secretario pasó lista de presencia y pronunció el dilecto nombre del poeta, sentí de súbito un impulso tremendo de correr en su busca y abrazarlo, porque del fondo de mi corazón ascendían en tropel a mis labios preguntas cargadas de recuerdos juveniles.

Su nombre, como un conjuro mágico, me hizo evocar en aquel instante un pasado de bohemia, de locura divina vivida en la vieja Fama Italiana, tan saudosa hoy para mí y tal vez para él.

Era el tiempo en que a las doce del día iba apareciendo en aquel viejo establecimiento, con la puntualidad de los católicos que concurren al templo, Bernardo Couto Castillo, que pensaba en francés sus Asfódelos y que luego, con gran dificultad, los traducía al español; José Juan Tablada, que entonces lucía una frondosa cabellera merovingia que le descendía en bucles hasta los hombros; el fuerte pensador nietzscheano Ciro B. Ceballos, terror de los poetas malos; alguna vez también acudía el genial y silencioso artista Julio Ruelas, siempre de negro hasta los pies vestido, y el magnífico Jesús E. Valenzuela, que con mano enguantada de príncipe abofeteaba a la fortuna, y siempre infaliblemente aquel buen reidor de Pedro Escalante Palma, que hacía más derroche de talento y de ingenio en aquellas reuniones que muchos escribidores en voluminosos libros.

Rubén M. Campos vivía en espíritu en la remota Arabia de ensueño y de poesía ardorosa, como la sangre de su Zulema que escribió y musicó el ilustre maestro Elorduy, que también sentíase árabe, soñador de bayaderas de ojos sombríos y de cuerpos plásticos y rítmicos, bailadoras de lúbricas danzas…

El maestro Elorduy, después del ruidoso estreno de Zulema, de dos a cinco de la tarde era una figura indispensable en la cantina de la Alhambra; ahí soñaba y componía sus motivos musicales de suntuoso estilo oriental.

Y ahí iba a buscarlo Rubén M. Campos para hablar apasionadamente de la Arabí, de las lentas caravanas que peregrinan por el desierto rosa, dirigiéndose a la Meca, a la Mezquita del profeta Omar.

Cuando escuché el nombre del gran poeta y amigo mío de juventud, quise correr en busca suya para abrazarlo, para hacerle muchas preguntas, pero me sentí cobarde. Después de treinta y dos años, ¿qué podía haberme contestado?… Tal vez nos hubiéramos visto y mudos de emoción no habríamos podido pronunciar una sola palabra.

Entonces le hubiera enseñado el álbum de la que es hoy inseparable compañera de mi vida y que en aquel tiempo era mi novia y en el cual escribió con letra clara y menudita sus lindos versos juveniles, que así empiezan:

          Moraima tienen tus ojos

          apasionado mirar

          los peregrinos de hinojos

          vienen a mirar tus ojos

          a la Mezquita de Omar.

En este álbum el poeta hubiera visto las firmas ilustres del viejecito Luis G. Urbina, de Amado Nervo, de Abel C. Salazar, de Jesús E. Valenzuela, de Julio Ruelas, de Montenegro, al pie de bellos poemas o de paisajes y dibujados animados por un candente hálito primaveral.

Todo esto hubiera visto y emocionado, tal vez habría exhalado un suspiro o llorado una lágrima.

Y quién sabe si, como Urbina, el maestro eximio, hubiera exclamado: ¿Por qué nos hacemos viejos, tan rápidamente, viejos y tristes?

La tristeza es una forma de la cobardía ante el tiempo para siempre ido.

 

Diario del Sureste. Mérida, 8 de diciembre de 1935, p. 3.

[Compilación y transcripción de José Juan Cervera Fernández]

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.