Las visitas al dentista no son para quejarse tanto. El dolor de muelas es un juego de niños comparado con lo que se atraviesa al padecer del oído.
Créeme cuando te lo digo: si algo conozco bien es el dolor.
Toda mi infancia estuvo cubierta de frecuentes citas al otorrinolaringólogo. Se me reventó el tímpano derecho a la edad de dos años, y desde entonces estuve vulnerable a cualquier tipo de infección, sea bacteriana o viral, y hasta a la proliferación de hongos.
Era un carnaval para las enfermedades del oído. Como si a todas ellas les hubiera llegado el aviso y se pusieran de acuerdo: ‘¡Hey, el tímpano de ese niño está perforado! ¡Vamos a arruinarle más la vida con infecciones y fiebres delirantes!’ Y por esa maldita Ley de Murphy, que siempre se cumplía, yo terminaba con calentura de más de cuarenta grados, saturado de medicamentos y aguantando inyecciones de nosécuántas miles de unidades, que sin duda me sanarían, pero que me engarrotaban la pierna y dejaban mis nalgas adoloridas.
No recuerdo bien, pero diré que el edificio del Centro de Especialidades Médicas en el que consultaba era de color blanco con algunas franjas grises. La parco del lugar me generaba cierta aprehensión. El consultorio del Dr. Negrete, especialista en otorrinolaringología, estaba en el segundo piso: la puerta de la izquierda del fondo del pasillo. Había otros consultorios junto al del ‘otorrino’, una tal Dra. Lourdes Mejía, gastroenteróloga, y el Dr. Julio Jiménez, oftalmólogo. Había otros más que nunca supe de qué especialidad eran, porque mis padres no me permitían deambular por los pasillos. Debía quedarme sentado, quieto, en silencio, esperando mi turno.
Durante la espera no siempre estuve nervioso. Muchas veces solo era un tedio insoportable. Consultar con el otorrino significaba perder la tarde entre el aburrimiento y la ansiedad. Me sentía ansioso, pero no por el dolor que me tenían preparado, sino por las revistas que estaban en la mesita junto a los asientos destinados para los pacientes que aguardaban en aquella pequeña sala. En el mejor de los casos, eran perturbadoras estas revistas en las que se informaban de diversas noticias del mundo médico: imágenes de procedimientos quirúrgicos, notas acerca de brotes infecciosos de enfermedades impronunciables, fotos lastimosas de niños que presentaban las graves consecuencias de no vacunarse o de pacientes en etapas terminales de cáncer o sida. En particular, me viene a la mente el caso de una persona con fractura expuesta del brazo debido a un accidente de trabajo y se mostraba, paso a paso, mediante imágenes muy explícitas, la cirugía de reconstrucción. Así como éste había otros casos, ojos agusanados, alguna amputación de pie por diabetes, enfermedades venéreas avanzadas, cirugías estéticas en rostros desfigurados por el fuego, entre otras cosas más. Tal vez estas revistas médicas son la causa de que me gusta el cine de terror mórbido.
iiiiuuuiiíííii uuuuúúúúúiiiiiuuiiiiíííí uiuiuiuiuiuiúíúíúíúíúíúí UUUUUIIIIIIÚÚÚÚÍÍÍÍÍÍÍÚÍÚÍÚÍÚÍÚÍÚÍ: Así suena el dolor, y sabe a metal. Aunque no recuerdo bien el sabor, porque durante el procedimiento de rutina siempre tenía anestesia en el oído, y la boca y mis labios se entumecían.
La cita comenzaba con el saludo del Dr. Negrete: ‘Hola jovenazo, ¿cómo has estado?’ Era un tipo con voz de barítono, barbón y de lentes gruesos, con la taza de café en una mano y, en la otra, su infaltable cigarro. Su consultorio olía a una mezcla de humo y cloroformo, y siempre había frío. ‘¿Y ahora que le pasó a este muchacho?’, preguntaría el doctor a mis padres, con tono de reclamo y cara recriminatoria, pues sabía que muy pocas veces me llevaban a consultar de manera preventiva y solo asistíamos cuando mi oído presentaba algún problema. Nos sentábamos frente él en su escritorio y, después de que mi madre le explicara lo que me estuviera sucediendo (que seguramente era una combinación de dolor, supuración de materia por la oreja, calentura y algún otro síntoma), el otorrino procedería a una inspección ocular de mi oído.
El área donde el doctor nos atendía era muy espaciosa. En el extremo más cercano a la puerta estaba su escritorio; detrás de su silla tenía una mesa con su cafetera encendida en todo momento; en esa pared estaban enmarcados sus títulos universitarios y varios diplomas que mostraban sus conocimientos en la especialidad. Hacia la mitad del lugar había un sillón pegado a la pared, y junto a éste una lámpara con la que se ayudaba en la auscultación auditiva. En la pared lateral de enfrente había una mesa, un librero y varias repisas rebosantes de libros de medicina. En el otro lado del salón rectangular, un camastro con otra lámpara que parecía un brazo robótico tubular. Y a un lado de esa camilla estaban los aparatos de curación o, como yo le decía en mi mente, la máquina del terror. Era un equipo del que salía una sonda para succión o algo así. No estoy seguro si limpiaba la pudrición de mi oído, absorbiéndola. Solo sé que causaba mucho dolor. Por eso, cuando el doctor me pedía que fuera al sillón para inspeccionarme el oído, sentía nervios en serio. Esta área estaba a medio camino de la camilla, y ahí se decidiría si pasaba o no a la curación. Era la antesala al dolor. En ese punto intermedio la angustia me asfixiaba.
Si después de revisar mi oído, el médico decía, ‘Súbete, no queda de otra’, apuntándome a la camilla, entonces era momento de sufrir. Lo común era que el doctor llamara a su asistente, que atendía en la sala de espera (en donde estaba la mesita con revistas médicas). La hacía pasar para que le ayudase con el procedimiento. Yo me lo sabía de memoria: debía subirme a la cama, sin zapatos, asumir la posición decúbito lateral, esto es, recostado sobre el lado izquierdo, exponiendo así mi oreja derecha, y quedarme lo más quieto posible. La función de la joven asistente, junto con mis padres, sería la de agarrarme con fuerza para que no me moviera en absoluto. Yo estaría con los brazos cruzados sobre el pecho y las piernas extendidas, y uno de ellos me sujetaría de los hombros y brazos, el otro de las caderas, y el tercero de las piernas.
El doctor me aplicaba xilocaína en aerosol directo en el oído, después en la boca y, mientras hacía efecto la anestesia, preparaba la máquina. Entonces las íes y las úes del aparato llegaban punzantes sobre mi tímpano: la cacofonía del dolor.
Durante los minutos que duraba el procedimiento me convertía en una estatua. Incluso mi respiración debía ser muy cautelosa pues cualquier movimiento, por muy mínimo, provocaba que esa sonda capilar tocara las paredes de mi oído interno, elevando a extremos de desmayo el dolor, ya de por sí agónico. Así que solo dejaba que fluyeran unas cuantas lágrimas silenciosas, evitando cualquier sollozo.
Imaginaba que estaba en otro lugar que no fuera el consultorio. Tal vez jugando con mis muñecos de luchadores o al futbol en la calle con los amigos; viendo las caricaturas vespertinas o escribiendo un cuento acerca de todo lo que pasaba y en el que mentiría diciendo que no me había dolido tanto.
Al finalizar la curación torturante de mi oído, la asistente me aplicaría con mucho cuidado una pomada refrescante y con olor a menta, mientras el médico regañaba a mis padres. Cuando la joven hubiera terminado, me acercaba al escritorio para escuchar el resto de la conversación, que generalmente incluía advertencias muy extremas por parte del doctor: ‘No deben dejar que se infecte el oído de este muchacho porque detrás están las meninges, y si llega a esa área entonces el daño es en el cerebro’. Sus explicaciones las acompañaba con algunos dibujitos que hacía detrás de las recetas. A veces, mi papá preguntaba, insistente, si yo podía nadar en el mar o en una alberca, entonces el otorrino sentenciaba tajante: ‘Señor Camargo, ¿acaso no comprende que su hijo no nació para el agua? ¡Entiéndalo! Este chico tiene un agujero en el tímpano, y si la humedad toca ese oído, es una infección segura’. Sobra decir que varias de esas consultas fueron porque me había bañado en alguna piscina con agua sucia y verdosa, y mi oído supuraba materia podrida. Mi mamá se enfurecía porque mi padre ignoraba las recomendaciones del médico y, a escondidas, me llevaba con mis hermanos a la alberca. Toda la aventura terminaba con nosotros tres frente al Dr. Negrete, escuchando sus regaños.
En fin, es por todo aquello que nunca aprendí a nadar.
La última parte del ritual con el otorrino consistía en que mi papá, quizás movido por un sentimiento de culpa, me compraba alguna golosina en la farmacia que estaba justo a la salida del Centro Médico.
Mientras regresábamos a casa en el auto, yo me entretenía comiendo una paleta payaso o un keykito, sin sentir su sabor, limpiando la baba que escurría por la comisura de mis labios entumecidos, porque en mi boca aún habría rastros de anestesia.
G. J. Camargo Gamboa.
Julio 2018