Caminando por las Calles
Carlos Duarte Moreno
(Especial para el Diario del Sureste)
Converso ocasionalmente en una tienda de abarrotes del barrio con un amigo. Una lámpara de gas, inconforme con arder, reduce su venganza a esparcir el olor del combustible en todas direcciones. Entran y salen mujeres del pueblo que disputan con el dependiente por el peso y la calidad de la mercancía. Algunos muchachos del rumbo que irrumpen correteando en pleno establecimiento y que al fin huyen perseguidos por las amenazas e interjecciones del dueño.
–¡Cinco centavos de café…!
Es una voz infantil la que pronuncia; voz gangosa, como cansada, pero llena de dulzura, de suave tono, de vibración atrayente.
–¡Cinco centavos de café…!
Urge la niña al dependiente para que la despache. Vuelvo los ojos, desatendiéndome de la conversación con el amigo, para contemplar a la pequeña. Flacucha, linfática, larga, con los pies en el suelo, se estira, de puntillas, para alcanzar el mostrador.
–¡Cinco centavos de café…!
Lo vuelve a decir, esforzándose porque se le atienda entre el número de personas mayores que también compran.
–¡Despache usted a esa niña!
Lo he dicho dando rienda suelta a mi sentimiento. Ella me mira con gratitud, casi extrañada de mi intervención en su favor. La despachan y trata de irse.
–¡Ven acá!
Se me acerca sin temor.
–¿Cuántos años tienes?
–¡Dice mi mamá que tengo cuatro!
Me responde con prontitud, con naturalidad, con gracia que puedo llamar cauta.
–¿En dónde vives?
Me explica. Contesta a todas mis interrogaciones. Es una tristeza más del barrio, una expresión más de la tragedia social. No tiene papá. Su mamá así se lo dice. Habita una casa de paja que está horadada en los costados y en el techo. La madre lava y plancha sin cesar para sostener el tugurio.
–¡Te voy a llevar a tu casa!
–¡Vamos!
Me encanta su resolución. La tomo de la mano y, cruzando la calle, después de caminar casi una cuadra, llegamos. La madre se extraña de que yo lleve a la chiquilla y pregunta llena de ansiedad:
–¿Le ha pasado algo?
–¡No, señora, es que nos hemos hecho amigos!
Con esa cortesía natural de las gentes sencillas, la buena mujer me ofrece una silla mutilada a la que, precisamente, ha limpiado con un paño para que el polvo no me ensucie el traje. Observo. La casa de paja casi se cae. La niña no ha mentido. En un extremo, en una hamaca vieja de henequén llena de hilos colgantes y de remiendos ostensibles de tela, duerme un niño. En el extremo contrario, una cafetera de lata llena de tizne es abrasada por las llamas que desprenden los pedazos de un cajón que sirve de combustible. La madera despide humo resinoso que ahoga, que pinta de negro al relieve las paredes y el techo de la casa. Sin dejar de hablar y de atenderme la dueña, solícita, divide en partes iguales los cinco centavos de café. Ante mi mirada en que tiembla una pregunta, me aclara que la parte que ha guardado le servirá de desayuno. Echa el polvo negro –probablemente mezcla de garbanzos picados y algo de café– en una vasija en la que luego vierte buena cantidad del agua que hierve en la cafetera bajo las llamas de las tablas del cajón desvencijado.
El niño que duerme sigue respirando el infierno del humo, que también respiran la madre y la niña, mientras mis pulmones los acompañan.
Se trata de una mujer en desamparo. Le faltó luz. ¡Por eso sus dos niños son hijos de distintos padres! ¡De padres que ni ella misma acierta a señalar!
Ha sido una más en la batalla de la carne y en la estructura de la vida cruel. De sus imprevisiones, de sus locuras perdonables, únicamente guarda a dos niños por los que tiene que luchar y con los que comparte, como alimento de la tarde y desayuno del día siguiente, cinco centavos de café…
Sopla viento imprevisto de lluvia. La señora tose. Ha tosido varias veces. Se siente el pecho hueco que por instantes modula un sonido de aspirar de fragua.
–¡Me mojé después de planchar…! ¡Debe ser catarro al pecho!
Y vuelve a toser hasta llegar al ahogo, a la desesperación. Sigue soplando el aire. Las nubes se encapotan. Le doy la mano a la mujer. Acaricio el cabello de la niña, la beso en la frente. Me marcho con una contienda de pensamientos que parece que van a romper mi frente. Esa casita así, como otras muchas del barrio y de los poblados, sin higiene, con una madre que tose, con una niña linfática, larguirucha, con un niño que duerme respirando, como los demás de su casa, humo resinoso en un laboratorio de miseria, de enfermedad, de muerte, hacia el que no va la mano de tantas gentes y tantas sociedades que se dicen altruistas…
–¡Cinco centavos de café…!
La voz de la niña parece que se me ha quedado en el alma, en el cerebro, en el corazón…
–¡Cinco centavos de café…!
Y mientras, ¡tantos pudientes melindrosos que tiran la mitad de sus meriendas y de sus desayunos, para que vayan a dar al basurero…!
Mérida, Yucatán.
Diario del Sureste. Mérida, 11 de junio de 1935, p. 3.
[Compilación de José Juan Cervera Fernández]