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Ciclos expresivos

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Letras

Para Manuel Sol, fraternalmente

José Juan Cervera

El ejercicio intelectual, ético, y en cierto modo afectivo, que permite discernir las cualidades de un libro tiende a destacar ciertas características cuando es una novedad editorial, y otras cuando las generaciones postreras se acercan a él con una perspectiva que asimila contenidos de antaño entre las fuentes de una tradición que se enriquece con el paso del tiempo, y cuyo desconocimiento acarrea debilidades de enfoque. Si la materia a discutir toca el proceso formativo de una literatura nacional, el contraste resultante reviste mayor interés.

Ermilo Abreu Gómez abona a este propósito en Clásicos, románticos, modernos (México, Ediciones Botas, 1934) por hallarse insatisfecho con los trabajos que a este respecto le antecedieron, basados en recuentos nominales y secuencias esquemáticas de rígida cronología. A casi cien años de haberse publicado, el texto deja ver algunos signos de mínimo desgaste por los decenios transcurridos, sobre todo en aspectos formales que poco alteran su impulso estimulante y sugestivo.

En este estudio diacrónico, su selección de clásicos incluye a Carlos de Sigüenza, Sor Juana y Juan Ruiz de Alarcón. Ofrece argumentos que ilustra con suficientes ejemplos para demostrar sus juicios, como cuando indica que Sigüenza siguió a Luis de Góngora en rasgos de superficie más que en apropiaciones de fondo, y cómo, al identificarse en términos accesorios con el autor de Las soledades, el novohispano afirma su acento genuino, sustrayéndose de adoptar la plasticidad expresiva de aquel, dando muestras en cambio de una actitud especulativa. Considera que “más que un poeta en vías de realización es un poeta en potencia”, y remata que la suma de sus caracteres lo convierte en un “poeta menor que elude una moda decadente” (ya que, para ese entonces, los seguidores de Góngora aportaban muy poco).

En los ensayos que dedica a la monja jerónima, explora el sentido que imprime en sus referencias mitológicas, así como la originalidad de su estilo y sus aproximaciones parciales a la obra de Góngora. El prosista yucateco esboza el contexto histórico, literario y filosófico que enmarca el proceso creativo de Juana de Asbaje. En cuanto a Ruiz de Alarcón –a quien había convertido en víctima de amores desdichados en una novela de juventud–, se ocupa de él en la reseña de un libro de Dorothy Schons a propósito del célebre dramaturgo. Pondera las contribuciones de la investigadora estadunidense para esclarecer pasajes confusos en la trayectoria del biografiado.

La segunda parte del libro, referida a los románticos, se contrae a dos de ellos que sólo lo son en alguna medida, yucatecos uno y otro: José Peón y Contreras y Justo Sierra O’Reilly. Muestra la adaptación de ambos, en los géneros que les dieron renombre (dramaturgia y novela, respectivamente), a las tendencias estéticas en curso, con ajustes que definen tanto su personalidad como su origen. En este punto se hace notar el peso que Abreu concede al registro geográfico como criterio que matiza el estilo de los autores. Cada uno reúne personajes desprovistos del soplo vital que sostenga temperamentos definidos. Así, en el caso del doctor Sierra, afirma: “Esta falta de individualidad de sus personajes hace que carezcan también de intención propia en sus actos y en sus finalidades.” En lo que toca a Peón, asevera: “Por eso debiera ser impropio llamar personajes a los impersonales seres que inventa. No son personas sino figuras de cera […] sin aliento espiritual.” Sopesa los valores que encuentra con ayuda de ejemplos extraídos de las obras que concurren en su análisis.

La sección que cierra el volumen se compone más bien de cartas que el perspicaz Ermilo dirige a colegas suyos, en las que desliza sus puntos de vista a propósito de asuntos que agitaron las letras mexicanas de su época, en particular las que marcaron la polémica nacionalista de 1932. Ahí figura la misiva que dirige a Alfonso Reyes para manifestarle su desconcierto ante el apoyo tácito que el regiomontano brinda al grupo de los Contemporáneos; en ella objeta los postulados de sus adversarios y sugiere lo que considera necesario para sentar cimientos firmes en el terreno en disputa (“Es necesario crear la literatura escrita sobre las bases de la literatura hablada”). Abunda en estos tópicos en otros textos epistolares, como los que remite a Genaro Estrada, Jaime Torres Bodet y Juan Marinello. Elogia la labor de investigación lingüística de Mariano Silva y Aceves, reconociendo que esa clase de estudios favorece el desarrollo del arte escrito. El ensayo final es un discurso que, con marcado acento lírico, condensa las fases por las que transitó la lengua castellana en el país, en un itinerario histórico que afina los recursos expresivos disponibles y encarna una identidad renovada.

Pudiera parecer que la literatura es una entidad periférica al ser actual del mexicano. Pero quien aliente esta idea pasaría por alto el componente popular que esta disciplina encierra en algunas de sus modalidades, al igual que sus referentes simbólicos incorporados en la vida cotidiana del país, que recrea y transmite en diversos ámbitos de la cultura, cuyos orígenes y combinaciones se pierden de vista dada la complejidad de las relaciones sociales. Muchas de sus huellas se hacen presentes en las claves que Ermilo Abreu Gómez revela entre los destellos de su oficio reflexivo.

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