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Centenario de una sociedad literaria

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Letras

Ermilo Abreu Gómez

No siempre se puede hablar de un hecho tan significativo para la cultura nacional. En la zona del oriente de Yucatán existe una pequeña ciudad que se llama Espita. A veces ni los mapas consignan su ubicación. No importa. Las gentes de la región saben dónde está y qué significa. Hace cien años, en 1870, los vecinos, verdaderos heroicos vecinos, fundaron una sociedad literaria que denominaron muy al gusto de la época “Progreso y Recreo”. Se trata de una sociedad modesta, sencilla, amante de su tradición y de sus costumbres. Sus socios que se han ido sucediendo durante un siglo, sin abandonar la tarea de las artes y de dar a conocer figuras nacionales y extranjeras. En esta empresa no han faltado decaimientos, titubeos; pero nadie se dio jamás por vencido. Siempre estuvo la sociedad renaciente de sus mismas calientes cenizas.

Gracias a esta sociedad se ha convertido Espita en un centro de curiosidad, en un núcleo de animación en favor de todas las manifestaciones del arte.

En estos días celebraron el centenario de su fundación e invitaron a varias personalidades del estado de Yucatán y de México con el objeto de que engalanaran con su presencia los Juegos Florales que convocaron.

El lunes 13 de este mes de septiembre tuvo lugar en un teatro de la localidad la ceremonia de los citados Juegos. En el estrado se vieron Carlos Loret de Mola, gobernador del estado; Agustín Franco, el ex gobernador, y las demás autoridades de la Sociedad Progreso y Recreo, el presidente municipal y los escritores premiados. Pero la presencia de estas personas distinguidas podía preverse. Era natural que estuvieran presentes.

Lo que sí es insólito, lo que no puede creerse si no fuera un hecho tan visible como conmovedor, es la presencia del pueblo. Toda la población de Espita, sin distinción de clases sociales, las gentes más humildes como las más encopetadas se dieron cita en el local de la fiesta. Se podría calcular, de manera conservadora, un público de más de tres mil personas. Lunetas y pasillos quedaron materialmente atestados de espectadores.

Pero todavía es preciso decir algo más. Cualquiera podría pensar que aquel público tan heterogéneo iba a conducirse de manera inconveniente armando ruido, levantando la voz, o haciendo cualquier otro acto de descortesía. Pues no, señor: todos guardaron la más ejemplar compostura, todos permanecieron en silencio mientras se desarrolló el programa. Los niños, los propios niños parecía que habían recibido especiales recomendaciones de sus padres o de sus maestros. Atentos, quietecitos, con los ojos deslumbrados atendían a las palabras, a los versos, a los discursos y las músicas que se sucedían.

Desde mi sitio en el estrado no dejé de mirar y de observar aquel ejemplo singular de educación, de cultura y de respeto. Terminó el acto y todos, en orden, fueron saliendo para dirigirse a sus casas, satisfechos de haber dado realce a un acto cultural e histórico, de su antigua y prestigiada sociedad.

Uno de los socios más viejos –lástima que no apunté su nombre– al salir me acompañó hasta la plaza mayor. Me decía: –Pues así es siempre. El público asiste a estos actos con religiosidad. Sienten que se trata de cosas cultas y que las organiza la sociedad que fundaron no digo sus padres ni sus abuelos sino sus bisabuelos. Hablar de esta sociedad es hablar de algo sagrado, de algo que merece veneración y respeto.

–Ya lo veo –le contesto. Ya lo veo y estoy conmovido con lo que he presenciado.

–Aquí ningún poeta, ningún escritor es objeto de burla como se hace en otras partes. Aquí un poeta, un joven que se entrega al arte literario es visto con simpatía y hasta se le estimula y se le facilitan medios adecuados para que cultive mejor su vocación.

–Esta sociedad debe servir de ejemplo para que otros perseveren en sus labores culturales.

–Pero es cosa difícil, muy difícil, señor don Ermilo. Yo que estoy viejo he de decirle que muchas veces hemos tenido grandes tropiezos y casi insuperables dificultades. Pero parece que a todos se les pone adelante el amor propio y todos sacan fuerzas de flaqueza y ya ve usted, hemos llegado a los cien años. Creo que tenemos más edad que la propia Academia de la Lengua de México, según me han dicho los que saben de esto.

Nos sentamos en una banca de la plaza mayor y a poco unos jóvenes se acercaron a nosotros a saludarnos con mucha cortesía y a agradecer nuestra presencia.

Lo que decían no era fórmula, ni modo vulgar de salir del paso: las palabras que oí, emocionado, eran simples, sencillas y venían del corazón de aquellos jóvenes.

Cuando pasó el gobernador no hubo vítores ni exclamaciones políticas. Sacaron sus pañuelos y como si despidieran a un viejo amigo decían:

–¡Adiós, don Carlos! ¡Adiós, don Carlos!

México, D. F., septiembre de 1970.

 

Diario del Sureste. Mérida, 6 de octubre de 1970, año XXXIX, tomo CLXVII, pp. 3, 7.

[Compilación de José Juan Cervera Fernández]

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