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Casilda

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MARÍA MAGDALENA BALCÁZAR CAVERO*

*Primer Lugar del certamen literario de relato breve «MUJER, HISTORIAS DE VIDA», patrocinado por DIARIO DEL SURESTE, el Diario Digital «EL MUNDO DE ORIZABA» y VOZ DE TINTA para conmemorar el Día Internacional de la Mujer, el 8 DE MARZO.

Casilda sabía que no estaba bien. Tenía siete años, pero presentía que estaba mal lo que ocurría por las noches. Por eso, cuando escuchó los pasos deslizarse por el pasillo que conducía a su habitación, se envolvió con la cobija que su madre le había dado cuando sus padrinos, don Raúl y doña Maruca, fueron por ella al pueblo para llevarla a Veracruz.

Una tarde los vio llegar en una ballena blanca con grandes manchas de lodo. Había estado leyendo  Jonás y la ballena bajo un cupapé cuando aquel monstruo se apareció ante sus ojos. Descendió una mujer de cabellos rojos, de largas piernas cubiertas por un pantalón de mezclilla y botas vaqueras. Don Raúl escondía sus canas bajo un sombrero de ala ancha; su barriga la disimulaba con una chamarra de cuero.

Su abuela no estuvo de acuerdo que se la llevaran para estudiar a Veracruz. Ella prefería que aprendiera el oficio de bordar y vender las prendas en San Cristóbal, como lo había hecho su madre y la madre de su madre. Pero María, una mujer de tez morena como ella y  una sonrisa que le iluminaba el rostro seco y rojo por el frío de la montaña, se empeñó en que se fuera con los padrinos. Quería que su hija estudiara y esa era su oportunidad.

María había trabajado un tiempo con la familia Martínez cuando éstos vivían en San Cristóbal de las Casas. Esto sucedió unos años antes de que se tuviera que casar con Domingo, por aquello de las tradiciones; sin contar que la familia planeaba mudarse a Veracruz y ella no podría ir con ellos. De eso, hacía ocho años.

Casilda tembló debajo de las cobijas. Cerró sus ojos hasta que le dolieron. El pecho le estallaba. Puso sus manos en los oídos intentando silenciar los pasos que le retumbaban en su cabeza. Se acordó de su madre diciéndole que se portara bien. Que estudiara mucho y que pronto se volverían a ver. Lágrimas le corrían por sus mejillas; cuánto la extrañaba. Esta era la tercera vez que sucedía.

La primera vez fue a los ocho días de haber llegado a la casa de los Martínez. Aún no habían comenzado las clases en la escuela y ya le habían asignado algunas tareas para hacer. Ayudaba a barrer la terraza donde cada domingo se sentaban a comer la carne que asaba Don Raúl en una enorme parrilla de jardín. Estaba junto a una piscina de aguas cristalinas, en donde Casilda podía refrescarse.

Le habían comprado un traje de baño azul con un adorno de la sirenita y, cuando se enteró que era el personaje de un cuento, le pidió a doña Maruca que se lo contara. A partir de ese momento jugaba a que era la sirenita o Jonás, tragado por una ballena.

Ese día transcurrió como siempre. Jugó en la alberca hasta que el sol se metió. La señora Maruca tuvo que decirle que ya saliera porque su piel iba a quedar como pasita; ambas reían. Se habían encariñado una con la otra. Ya en su pequeña habitación, cansada por el sol y el agua, el sueño la venció pronto. Antes dijo sus oraciones, como le había enseñado la catequista del pueblo.

Despertó cuando sintió una mano que cubrió su boca y otra que entró por su pijama y acarició su entrepierna. Quiso moverse, retirar las manos que la sujetaban, pero no pudo. En su garganta se acumuló el café con leche que acababa de cenar. La habitación se había llenado de un olor a rancio; recordó las noches en que su padre regresaba borracho del pueblo. Se escuchó un chasquido detrás de la puerta, entonces aquellas manos soltaron su cuerpo. Con celeridad, aquella sombra desapareció y ella vomitó.

No supo quién había sido y, por tanto, no se atrevió a contárselo a doña Maruca por temor a que no le creyera. La segunda vez no fue diferente a la primera.

Le costaba trabajo dormir. Se quedaba horas con los ojos abiertos y la mirada fija en la puerta, temiendo que en cualquier momento entrara la sombra. A pesar del calor del verano, buscaba protección enredada en la cobija.

Cada noche rezaba pidiéndole a Dios que viniera su madre a buscarla. Pensaba que tal vez esto le pasaba porque no había hecho su Primera Comunión y Dios la castigaba como a Jonás.

Casilda percibió el aroma a tabaco y licor de las noches anteriores. De la pared colgaba un cuadro representando al Ángel de la Guarda cuidando a un par de niños. Deseó que el ángel la cuidara a ella. Comenzó a temblar y a decir sus oraciones en voz baja. La casa estaba en silencio y claramente escuchó cuando la puerta se abrió.

Pasó una eternidad esperando que la sombra mala se acercara a ella. La respiración se hizo agitada, el sudor que su cuerpo emanaba mojó las sábanas y la cama.

Quiso gritar, pero su garganta se negó a emitir algún sonido. Percibió la sombra a los pies de la cama y, de pronto, un estruendo llenó la habitación. Un bulto pesado le cayó encima. Oyó un estertor y el cuerpo dejó de moverse. El olor a pólvora penetró entre las cobijas. Otro se mezcló con el olor agrio a sudor y licor. Era olor a hierro.

Sacó su cabeza de entre las sábanas y en la puerta, iluminada por la luz de las ventanas, vio al ángel de la guarda de cabellos rojos blandiendo una pistola.

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