Letras
XLIV
Cuando he pasado últimamente por la que fuera casa de don Isidro González Saldaña, me recorre una sensación parecida a la tristeza. Un día comenzaron a levantar el muro que ahora brinda protección y, conforme avanzaba la obra, se levantaban también las imágenes, hasta desaparecer por completo, del enrejado color salmón, la fiesta de rosales de su patio y las ventanas abiertas al sol, a la vida.
¿Qué sucede en las casas cuando sus dueños se ausentan para siempre? ¿Persisten los ecos de sus risas? ¿Se quedan en el aire los suspiros? ¿Se van del todo las presencias? Podría afirmar que la estilizada silueta de don Isidro (hombre intachable y trabajador) estará asociada a su calle de la Colonia Jardín mientras permanezcamos vecinos que echemos de menos mirarlo regando sus flores o caminando en la banqueta al atardecer.
A veces en el trayecto cotidiano un letrero de Se Vende colocado en la puerta de un predio me estremece. Trato de imaginar las razones que motiva el anuncio: cambio de ciudad, urgencia económica, deterioro incosteable, adquisición de algo mejor, fallecimiento de su último residente.
En cualquiera de los trances prevalecen el recuerdo y la nostalgia. Alguien tuvo que haber sido el primer dueño, quien dispusiera la construcción paso a paso en función de comodidad. Seguramente disfrutó imaginando dónde colocar el asador, el lugar de recreo de los niños, un rincón favorito para sus aficiones, o los pequeños detalles que hacen grandes los instantes de felicidad.
Las casas que se viven (no las que solamente se habitan) van acumulando huellas indelebles en las paredes, en los pisos. Consignan los primeros años de carreras y bullicio. Conforme avanza el tiempo, sobreviene la serenidad que dispone una permanencia apacible. Luego los hijos se van, nuevas voces infantiles comienzan a invadirla y reinicia la historia hasta que un día un par de sillones comienzan a mecerse vacíos.
Es cuando la decisión de los herederos se torna trascendente. Ya todos han cimentado sus propios hogares y, a pesar del respeto que merece la primera morada, consideran pertinente concederla a personas ajenas a su entraña.
Acaso este hecho tenga similitud con la actividad de un parto: después de cierto tiempo de acomodo juntos, la inevitable separación de madre e hijo en el mismo seno causa dolor necesario: produce un nuevo vínculo, indisoluble. A semejanza, las buenas vivencias pueden prolongarse en otras personas, cuando han sabido apreciar el valor intrínseco de la residencia.
Por eso, agradecemos tanto que Juan y Alexia Díaz, los recientes propietarios del domicilio de mis padres, sean personas sensibles y emotivas. Matrimonio joven (él, de México; ella, de Argentina) por razones de trabajo se establecieron en Mérida y estuvieron en la búsqueda de una estancia antigua donde fundar su hogar. El primer encuentro entre mi madre y ellos constituyó un chispazo de empatía, de ahí supimos que eran las personas indicadas para quedarse con la casa.
La original fue sufriendo transformaciones con el paso de los años, y cuán grande sería nuestra sorpresa la tarde en que Juan y Alexia nos invitaron a recorrerla y encontramos que la restauraron exactamente igual a como fue en un principio; no podíamos dar crédito a lo que nuestros ojos vieron, mucho menos cuando nos dimos cuenta que varias paredes estaban forradas de libreros tal cual dejó papá, quizá lo más asombroso fue ver instalada también la cubanía, sentimiento que ellos han manifestado con un retrato del Che en la sala y discos con nostalgias por La Habana.
Sólo falta un columpio que cuelgue de algún árbol para que el hijito, Iñaki, se siente a estudiar bajo su sombra, pero creo que faltan todavía algunos años. Mientras tanto, nos encanta saber que él y sus papás son felices en su nueva casa vieja.
Junio de 2011
Paloma Bello
Continuará la próxima semana…