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Carta en Tres Tiempos
“Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir.”
Jorge Manrique
Era primero de enero.
El ruido de nuestros pasos creaba eco sobre el silencio de la avenida.
Las siete de la mañana y la fresca brisa de diciembre sobre nuestros rostros. La ciudad dormía.
Caminamos durante cuarenta minutos hasta llegar al zócalo de la ciudad. Nos sentamos en una de esas cursis bancas para enamorados. Nos besamos largamente: año nuevo y todas las posibilidades juntos.
Ya ha pasado un año desde que te vi subir al auto sin mirar atrás. No hubo oportunidad para las despedidas ni los llantos. Quizá es que no quería decirte adiós, o me engañaba pensando que te volvería a ver por la tarde: como siempre, a las seis cuarenta y cinco el ruido del motor del coche, y luego tus llaves abriendo la puerta.
No, nunca más sucederá.
Cuántas veces te hablé de la muerte; cuántas veces la sentí necesaria durante las primeras noches sin ti. Mi débil condición humana haciendo mella en mi existencia, tratando de huir del dolor que la tristeza como navaja calaba en el centro de mi tórax.
Es mayo. El departamento está en total desorden; los libreros están vacíos, libros sobre el piso esperan ser empacados.
Algunas nubes grises empiezan a formarse, dándole a la tarde un velo melancólico. Nuestras siluetas se reflectan en la cortina de la sala. Miramos por última vez a la señora que limpia el desagüe del techo y recordamos la primera vez que la vimos: la copiosa lluvia sólo permitía distinguir su impermeable amarillo. Hablamos de las locuras de la gente.
Nunca te he dicho adiós. No he tenido la capacidad de poder darle al recuerdo el lugar que debe ocupar: dejarlo en el pasado y no vivirlo como un presente.
Una semana antes de marcharte fuimos a aquel sitio arqueológico. Desde las alturas y el viento ancestral de ese sitio, te miré tan lejano. Caminamos hasta el cenote; el agua estaba fría. Me recogí los pantalones hasta la rodilla. Me senté y remojé los pies. Las suaves mordidas de los peces me causaron un dejo de desesperación; o quizá fue tu mirada, tan fría como el agua.
Te recuerdo así en los momentos trascendentales de nuestra vida juntos.
Cada uno de estos pensamientos me habita.
Te hablé de morir, y fue una gran mentira.
¿Cómo tolerar no ver más la luz, no caminar por las calles que recorrimos una y otra vez cada día, mirando las miserias del entorno que nos rodea, al niño llorar, las flores de la esquina?
¿Nunca más ver una tarde después de llover, no sentir más el sol quemarnos la piel, no ver el rostro de nuestros hijos cambiar con el paso del tiempo, no escuchar más tu voz ni tener tu recuerdo?
Daniela Eugenia