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Canto a Gustavo Río – IV

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IV

 

CANTO A GUSTAVO RÍO

Juan Duch Colell

No es con mi ronca voz,

turbia de angustia,

ni con el duro acento

de mi palabra herida,

que se pueda forjar el claro canto

que tu gloria merece.

Ni es en esta garganta,

llagada de silencios,

donde pueda brotar la melodía

que a caballo del aire,

a través del espacio,

hacia arriba,

llegue a las altas cumbres

de tu bondad sencilla.

 

Para llegar a ti, para cantarte,

he de pedir prestadas

la voz y la garganta de los vientos,

del suelo atormentado,

de la lluvia, de los pájaros,

de las noches oscuras, pobladas de ruidos,

de los cálidos días, pintados de colores.

Para llegar a ti, para cantarte,

hay que entender y hablar

el verde lenguaje de los árboles,

el lenguaje amarillo del maíz,

el azul de los sueños,

el lenguaje sin nombre y sin color

de la sed y del hambre.

 

Para llegar a ti, para encontrarte,

hay que poner los pies en todos los caminos,

atravesar los campos, adentrarse en el monte,

descifrar el misterio de las aguas ocultas,

detenerse en la orilla de los charcos,

catear el paisaje

y dejar que la piel se nos abra,

se nos rompa en mil ojos y oídos distintos.

Y hay que buscarse también en la ciudad.

Hay que seguir las huellas de tu paso nervioso,

de tu prisa constante,

por las calles de Mérida, llenas del sol y polvo.

Envuelto en el rumor alegre de la brisa

o en el seco silencio de las horas de la calma,

hay que verte pasar un día y otro

–con tu físico a cuestas–

y leer muy despacio el honrado mensaje

de tu ropa sufrida y tu breve sombrero.

 

Para llegar a ti, para entenderte,

hay que buscar las raíces de tu obra,

tus raíces,

en la frente arrugada de los viejos,

en los surcos antiguos del recuerdo;

y en la mirada ingenua de los niños

donde siembra semillas la esperanza;

y en la corriente inquieta de la sangre

que nos trae de lejos, por el cauce del tiempo,

el renovado eco, la llama inextinguible del pasado.

Hay que buscarlas donde la vida fue,

donde la vida es, donde la vida asoma.

Hay que buscarlas en la vida misma,

en la vida sin límites,

sin distancias,

sin horas…

 

No eres cantor ni mensajero de la muerte

ni construyes sinfonías de ceniza.

Lo pretérito en tus manos reverdece

y el mañana, seguro de sí mismo, comienza a florecer.

En las ciudades muertas que inunda la tristeza,

debajo de las piedras derrumbadas,

encuentras todavía, y lo levantas

el aliento vital

que es fuerza y pulso y pensamiento de la raza.

Y en la ciudad de hoy,

en los pueblos que crecen y se ensanchan,

en el presente cuajado de promesas

descubres ya, debajo del dolor y de las lágrimas,

la segura presencia de un espíritu nuevo

que transforma las ideas y las cosas,

que sueña, que trabaja

y que aguarda los frutos primerizos

de su lucha esforzada.

 

El hombre y el paisaje,

la historia y la esperanza

dan el ritmo a tu música.

Y la patria,

esta patria de superficie dura y entraña generosa

que se muere de sed

mientras escucha el rumor escondido de las aguas;

que se opone al arado

y es tierna y suave, en cambio,

para el filo imperceptible de los sueños;

esta patria

que es comprensiva y fuerte

y tan dulce en su esencia como una dulce madre

está viva, moviéndose, presente,

en el alma y en el cuerpo de tu obra.

Porque es fiel al paisaje que llena tu mirada

y a la sangre madura que galopa en tus venas,

tu música, maestro, pasará por el tiempo

y por las cosas, y a través de las generaciones,

antigua y joven siempre,

como es joven y antigua

la llama que arde en nuestro pecho

desde antes de nacer

y seguirá encendida después que hayamos muerto.

Tú no eres, maestro, de esa Europa distante

tan grata a tu memoria,

ni del México tranquilo y señorial

del novecientos,

que evocas en tus charlas con nostálgico acento.

 

Eres nuestro.

Te lo dice tu pueblo.

Lo dicen con ternura los hombres de tu tiempo

y un día los labios de sus hijos se abrirán

para decir al mundo:

–Fue un ilustre yucateco.

Tú te ríes ahora,

y ese día,

meciéndote en el aire al compás de tus sueños,

o escondido en la tierra,

haciéndote presente en el canto sencillo de una rama

o llenando con tus notas las salas de conciertos,

te reirás, te reirás también

y tu risa,

tu música,

tu voz,

estarán vivas siempre,

cantando como un pájaro

en la limpia claridad de las mañanas

y en el mágico incendio de los atardeceres…

FIN.

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