Con la aparición de la «Colección Letras Textuales” la Universidad Autónoma de Yucatán se da a la tarea de rescatar obras valiosas del acervo literario de Yucatán poemas, cuentos, ensayos, novelas, piezas de teatro, obras periodísticas y documentos poco conocidos, y que por su importancia deban ser difundidos para el disfrute de las generaciones de hoy y las que vendrán mañana. Con la edición del «Canto a Gustavo Río» del poeta Juan Duch Colell, se rescata un poema valioso para la literatura de nuestro Estado, Canto que por su vigor poético y de estilo marcó un cambio (una ruptura) en la creación literaria de su tiempo y que por esa significación trasciende hasta nuestra contemporaneidad.
___________________________________
CANTO A UN CANTOR
POR ANTONIO MEDIZ BOLIO
Acaba de ser publicado en la tranquila y asoleada ciudad de Mérida, en elegante y fina edición, un poema lleno de fuerza, de belleza y de ternura que llanamente se nombra «Canto a Gustavo Río». Lo escribió Juan Duch Colell, poeta en plena juventud, con un talento radiante y una sensibilidad ávida y sutil.
El poema tiene sustancia interior íntegramente yucateca y forma de expresión personalísima, libre y penetrante. Está causando una viva sensación de frescura y de inquietud en el ambiente. Pronto este canto, que por su misma humildad es magnífico y por su intrínseca pureza es deslumbrador, habrá hecho reconocer a Juan Duch como uno de los poetas más señalados en la nueva generación mexicana. No es este poema sino anuncio de una obra sorprendente y dominadora, para realizar la cual el joven escritor tiene afortunadamente toda la vida por delante.
Fuera de su calidad poética de primer orden, el «Canto a Gustavo Río» tiene el insólito valor de haber sido creado en homenaje justísimo a un gran artista que hace años se ha refugiado en la defensa inquebrantable de su paz espiritual y física, buscando el goce del arte por el arte mismo, quemada la vanidad y pulverizada la ambición. Gustavo Río, que es una de las personalidades más significativas en la vida espiritual de la Provincia, pudo haber sido una destacada figura en el arte nacional, pero su temperamento, aristocráticamente tímido, el fino pudor de su conciencia y, sobre todo, la invencible atracción de la tierra nativa, le hicieron preferir, para echar el ancla de su nave, la escondida ensenada natal a la opulenta y ruidosa dársena de un puerto en extraña orilla. Así, después de andar por el mundo, saciando curiosidades juveniles y bebiendo aguas de lejanas fuentes, este artista de compleja sencillez de alma, de infantil y dramático corazón y de infinita sed de belleza, volvió a la casa paterna, a la calle querida, a la plaza de la niñez, a la ciudad del primer sueño, a la tierra insustituible y única, jugo de la sangre, y raíz de la vida. Y aquí está, grano en la mazorca, pájaro en el nido, abeja en la colmena. Gana su sustento, canta su canción, labra su miel. Y vive, adentro y afuera de sí mismo una vida limpia, generosa y ejemplar. Nosotros, los hombres de su tiempo, quisiéramos que esa vida se prolongara mucho más que la nuestra, para que su obra pueda terminar y sea gozada en toda su altura y en toda su anchura, por los hombres de hoy y los de mañana.
Yo conocí a Gustavo Río cuando él ya salía a los escenarios y cosechaba ovaciones, los periódicos le llamaban «el inspirado joven artista», el «barítono de buena escuela», el «cantante de risueño porvenir». Porque es de saberse que este ahora ilustre Maestro Compositor, comenzó siendo cantante. Tenía y –¡es admirable!– tiene todavía una preciosa y cálida voz que, a diferencia de la de otros barítonos, no se ha oscurecido ni se ha hecho voz de bajo con la apertura y el frío de los años. Cuando quiere, hace oír toda una escala llena de matices y de brío.
Fue la calidad de su voz la llave con que Río abrió la puerta y se entró al reino de la música. Don Olegario Molina, prócer y mecenas, le dio una pensión para ir a París a estudiar. Con el deseo encendido y la ilusión por delante, el muchacho que cantaba ya papeles de ópera fue a hacer la vida bohemia y alucinada del Barrio Latino. Allí se ligó en fraternidad alegre con otros muchachos artistas mexicanos. Roberto Montenegro, Ponce de León, Ramos Martínez. Conoció poetas y músicos. Oyó, vio y sintió con ojos lúcidos y oídos claros y con el corazón abierto. Volvió a la patria. Vivió en la capital. Tuvo triunfos y luchas. Y se consagró. Y luego, no pudo resistir al llamado del suelo y vino a Mérida, en donde su espíritu encontró las raíces auténticas de su verdadera vocación. Y el cantante se puso a crear música propia. Y descubrió –como a algún otro sucedió después– que había bajo la tierra que pisaba veneros caudalosos de melodías y de ritmos, que alumbraban en lo oscuro como luces de pensamiento y se oían en el silencio como voces de un misterio inefable, que sólo se podía conocer sabiendo el secreto. Gustavo encontró que lo sabía. Y aquí está desde entonces y cada día más dueño de sí mismo y de su arte personal y universal, antiguo y moderno, el Maestro Río, que es maestro no sólo porque enseña, sino porque sabe.
Individualmente, este hombre singular tiene una personalidad extraordinaria. A pesar de su popularidad y de sus marcadas características físicas y morales, no es un «tipo popular» en el sentido corriente del denominativo. Es una figura que tiene un halo de dignidad, de bondad y de respeto. Usa la gracia como un medio de contacto con su medio y atrae insensiblemente con su temperamento y sus modalidades y con su peculiarísima modestia y su orgánica debilidad.
Cargadito de hombros, no muy favorecido de estatura, y con un elegante complejo de renunciamiento a lo inalcanzable, y además barítono, llevó desde sus mocedades el mote de «Rigoletto». Y lo llevó y lo lleva regocijadamente y aun orgullosamente. Otros apodos y apodillos domésticos, pero menos durables y todos cariñosos, resistió con despreocupación y buen gusto.
Mis mejores recuerdos de este gran compañero, gran artista y gran señor de su propio señorío, son los de una tertulia inolvidable que duró años en un banco de la «plaza grande» de Mérida, bajo los laureles y el cielo de las noches claras, frente a la fachada blanca y augusta de la Catedral. Allí se atan conmigo las queridas memorias de un grupo excepcional de caballeros y de artistas. Felipe Ibarra –que también merece un canto–, Filiberto Romero, Juan Manuel Vargas, Arturo Escalante, Alberto Urcelay… Todos estos ya se marcharon a lo Desconocido. Habría mucho que decir de ellos, y he de decirlo alguna vez.
Gustavo Río Escalante, vidente del alma de Yucatán, escuchador de los ecos y las voces que saben de las piedras, de las aguas, del monte y de los siglos de los siglos de nuestra tierra maya, Gustavo Río, Maestro Cantor, ya tienes un canto que te hizo un gran poeta joven, que te supo amar y comprender. Bien se merecen el uno al otro. A los dos es debida en toda justicia la más efusiva congratulación.
Ochil, Yuc, octubre de 1950.
Continuará la próxima semana…