Letras
III
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La residencia del encomendero Argáiz resplandecía al pronto en cuanto se accedía a la sala ante la gran colección de pinturas que a lo largo del tiempo había reunido su dueño: lienzos de Canaletto, de Giorgione, del Veronese, de Caravaggio; copias de La Virgen y el niño con dos ángeles, de Fra Filippo Lippi, del Retrato de Diana de Poitiers, de Clouet (con los pechos al aire), y de La Ninfa de la Primavera (una mujer desnuda) de Lucas Cranach el Viejo. Veíanse también reproducciones del Retrato de Juan de Pareja, Los borrachos y Las meninas. Todos los cuadros eran enormes y habían sido colgados en las paredes con exquisito buen gusto y Argáiz presumía de no existir en toda la península de Yucatán y en otras provincias del Caribe, una colección como la suya.
Su amigo, Francisco de Reinoso, que además de músico diletante pasaba por conocedor del arte, se gastó una buena hora admirando, con unos impertinentes, toda la colección. En cierto momento le soltó a Argáiz algo imprevisto:
–Oye, Antonio ¿son todos originales?
–Con excepción de los cuadros de Velázquez –mintió Argáiz– todos son originales, adquiridos durante mis jornadas europeas. En mi estancia de España intenté, vanamente, comprar algún original de Velázquez, pero no fue posible. Tuve que conformarme con copias del retrato de Juan de Pareja, de Los Borrachos y de Las Meninas, pintadas por copistas distinguidos.
–Pero la pintura de Fra Filippo Lippi –observaba Reinoso, un tanto incrédulo– es obra antigua y casi imposible de conseguir ¿estás seguro de que es auténtica?
–Se la compré a un viejo italiano descendiente de Lippi –mintió de nuevo Argáiz– Pagué bien por el lienzo. Casi una fortuna.
Alrededor de Argáiz y Reinoso se había formado una pequeña muchedumbre entre la que figuraban el gobernador y su esposa, el fiscal de Yucatán, licenciado Sebastián de Maldonado y otros pelucones a quienes nada importaba aquel conjunto de pinturas, las que, en realidad, con alguna excepción eran todas copias (excelentes, por cierto) de las originales.
–Señor Argáiz –se escuchó de pronto la voz inopinada y papagayesca del licenciado Maldonado, el hombre más poderoso de Yucatán después del gobernador–. ¿Vos comprasteis ese retrato –se calzó las gafas y se aproximó con aire de pedantería al cuadro de Clouet– de Diana de Poitiers?
–Así es, licenciado –dijo Argáiz–, y pagué una elevada suma por él.
–Es francés ¿cierto?
–Cierto, licenciado…
–Pues la considero una pintura indecente y, perdonad la franqueza, de mal gusto señaló Maldonado ensayando una mueca de repugnancia. Mirad nada más a esa… señora, si queremos llamarla de alguna manera, con los pechos desnudos. Una mujer que se hace retratar con los pechos desnudos no es más que una prostituta –y dirigiéndose al gobernador, apostilló…– ¿No lo creéis así, Su Señoría?
–Bueno, la modelo no está nada mal, licenciado –apuntó Crespo con ironía–, aunque coincido con vos en que debió cubrirse los pechos toda vez que la pintura será vista por muchas personas y también acaso por niños inocentes –y volviéndose a su esposa, pidió su aprobación–. ¿Estás de acuerdo, querida?
–Lo estoy, Pepe –dijo la mujer–, pero qué le vamos a hacer: en Europa gustan de estas pinturas obscenas y las exhiben sin el menor recato. Pero si vamos a juzgar los lienzos del señor Argáiz, de quien alabo su esfuerzo por reunir esta valiosa colección, más indecente deviene La Ninfa de la Primavera donde, como todos podemos observar, se nos revela una mujer totalmente desnuda
–Así es, señora –intervino Argáiz visiblemente contrariado ante el bombardeo de críticas a que estaban siendo sometidos algunos de los lienzos de su colección valuada, según él, en una fortuna–; es un cuadro del alemán Lucas Cranach el Viejo, por el que pagué también mucho dinero.
–¿Alemán? –gruñó Maldonado. Tenía que ser. Un español no pintaría tal obscenidad. A fe mía, yo creo que, si vos retiráis de vuestras paredes las pinturas del francés y del alemán, vuestra colección ganaría en respetabilidad ¿verdad, Su Señoría?
–Definitivamente, licenciado –aprobó Crespo–, pero no estamos aquí para juzgar la colección del señor Argáiz, por el amor de Dios. Hemos venido a escuchar música y a pasar un buen rato y nada más. En Mérida hay que hacer honor a la paz que respiramos y nada mejor que el arte.
–Os agradezco con humildad vuestras palabras, Su Señoría –dijo Argáiz respirando con alivio–. Ahora mismo pasaremos a la sala para escuchar a las concertistas, pero –Argáiz se volvió hacia Maldonado y le lanzó un insospechado dardo–… Vos decíais algo sobre mi colección, licenciado…
Maldonado quedó estupefacto ante una pregunta que no esperaba:
–No, no, yo ya he dado mi opinión –habló, aclarándose la garganta–. Además, el gobernador lo ha dicho con precisión: no estamos aquí para juzgarla. Ahora bien, no estaría mal eliminar ese lamentable cuadro de Los Borrachos que acaso venga a fomentar el vicio entre vuestros criados indios, señor Argáiz…
Pero para entonces, ya todos, en medio de risas y palmadas en las espaldas, se dirigían a la sala para escuchar el recital y nadie prestó atención a las palabras del fiscal.
Roldán Peniche Barrera
Continuará la próxima semana…