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Canek, Combatiente del Tiempo (X)

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Letras

II

 

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Las hijas del anfitrión, Felipa Josefa y María Jacinta de Reinoso, demostraron, durante una hora, además de su belleza primaveral, su capacidad para ejecutar las sonatas de Scarlatti, si bien con cierto natural nerviosismo observado en algunas disculpables notas discordantes captadas por los connossieurs pero no por los encomenderos ebrios y la soldadesca ignara. Sin embargo, en atención a la generosidad del anfitrión, el aplauso fue general. Para entonces, el gobernador Crespo dormía como un bendito, mientras que su esposa se la pasaba en chismes con su vecina de asiento ante el disimulado disgusto de Reinoso. Después fue servida la cena y el atolondrado gobernador que había sido bruscamente despertado por su mujer, chocaba, desconcertado y confuso, su vacía copa de vino con las de cualesquiera de los invitados que elogiaran la actuación de las ejecutantes.

–¿Qué os ha parecido el exquisito fraseo de las señoritas de Reinoso, Vuestra Señoría? –le preguntó un afeminado diletante excesivamente perfumado.

–¿Fraseo? ¿Fraseo? ¡Hombre, si vos lo habéis dicho! ¡Exquisito… simplemente exquisito!

–Me complace que coincidáis conmigo, Su Señoría. ¿Os ha conmovido como me ha conmovido a mí, la dulzura con que han tocado los adagios de las sonatas? –quería saber el mismo fulano afeminado provisto de una copa de champán en su mano derecha de dedos anillados.

–¡Ay, tanta dulzura me ha hecho lagrimear! –actuó el viejo haciendo como que se enjugaba las lágrimas con su pañuelo. He llorado como un mocoso.

–Vuestra Señoría –el diletante chocó su copa con la de Crespo–. Puedo intuir que sois tan sensible como yo en las cosas del arte.

6

El encomendero de Reinoso se encontró con Galiano en un rincón del comedor bebiendo solo. Enseguida lo tomó del brazo y lo condujo hacia uno de los jardincillos laterales de la casa, del cual asomó de pronto un hombre de baja estatura y mirada siniestra vestido con elegancia.

De Reinoso se detuvo para saludarlo:

–Oh, qué sorpresa encontrarlo en el jardín, licenciado. ¿Os gustan las flores?

–Bien, en realidad no he venido a admirar las flores sino a regarlas –aclaró el otro con burlesca y aflautada voz–. Salí al jardín para fumarme un cigarrillo y a orinar, don Francisco.

–Pero si tenemos tres baños, licenciado. Me apena que hayáis tenido que venir a orinar en el jardín.

–No tenéis porque apenaros señor de Reinoso –contestó con sarcasmo el hombrecillo–. Al contrario: alegraos pues con la meada vuestras mustias flores han revivido. Bien, ya me iba, regreso a la sala para beberme otra horchata.

–¿Y por qué una horchata, licenciado? Hay vinos franceses e italianos en la cava.

–Es que yo no bebo alcohol, don Francisco…

–Hombre, licenciado: bebed lo que os plazca. Disfrutad de vuestra horchata y punto –rió de Reinoso y cambió de tema–. Me acompaña el Sr. Martin Galiano, el organista de la catedral, Señor Galiano, me es un honor presentaros al licenciado D. Sebastián de Maldonado, nuestro gran fiscal de Yucatán.

Se saludaron Galiano y Maldonado, el primero con cordialidad; fríamente el segundo, esgrimiendo una sonrisa forzada.

Enseguida y con prisas, el fiscal se despidió: había recuperado su mirada siniestra.

Cuando lo vio desaparecer entre las sombras, de Reinoso comentó:

–Es un cerdo: ha preferido venir a orinar en mi jardín que utilizar uno de los baños.

–Su mirada es de odio, toda su expresión es escalofriante.

–Es un hombre cruel, maestro, capaz de vender a su misma madre si ello le trajera algún beneficio. Pero el tipo es intocable por el alto cargo que ocupa, sólo después del gobernador. Pero basta de malgastar el tiempo hablando de él. Mejor hablemos de vos: ya no os podéis quejar. El gobernador se ha interesado en vuestra persona y de seguro os otorgará el puesto de Kapellmeister así haya necesidad de crearlo.

–¿Eso pensáis, señor de Reinoso? –preguntó ansioso el organista.

–Absolutamente. Seréis un músico famoso.

–No aspiro a tanto, pero creo que Su Señoría entiende que si he interpretado a Bach, puedo tocar cualquier cosa…

–¡Ay, maestro, pero si el viejo no sabe nada de música!

–¿De veras? Pero si acabo de escucharlo hablando con unos melómanos y opinaba muy elogiosamente del recital de vuestras hijas….

–Os repito que el viejo no conoce ni el pentagrama –el encomendero se veía verdaderamente enojado– y sólo se limita a aprobar lo que los conocedores manifiestan. Es un bruto en dos patas, lo mismo que su frívola esposa: él se pasó todo el recital roncando como un cerdo en su sillón mientras su mujer andaba en chismes con su vecina de asiento. ¡Ambos son unos tontos de pacotilla! No saben nada de arte y han ofendido la hermosa actuación de mis niñas, ignorándolas.

–Por Dios, señor de Reinoso, lamento esta penosa situación…

–Por favor, maestro, no ha sido vuestra culpa.

–Sí, pero ¿cómo se sentirán vuestras hijas al enterarse de que el gobernador dormía a pierna suelta mientras interpretaban a Scarlatti?

–Tristes, seguramente, pero ya se les pasará. Son jóvenes y lo mejor de sus vidas está por venir. Pero os decía, antes de que nos interrumpiera la incómoda presencia del licenciado Maldonado, que el gobernador ha simpatizado con vos y eso es importante para vuestro futuro. Oh, por cierto, Su Señoría me ha autorizado a conseguiros una casa decente para vivir. Vos no pertenecéis a un mesón.

–Externadle mi gratitud a su Señoría por este gran favor.

–Lo haré. Ahora disponeos a disfrutar de vuestro puesto de Kapellmeister, señor Galiano, y de gozar de las bondades de esta tranquila península que nos ha hecho prósperos y en la que respiramos paz a pleno pulmón.

Los capitanes Cosgaya, del Puerto y Calderón de la Helguera se aproximaron al anfitrión para despedirse:

–¿Ya os vais tan pronto, capitanes? –dijo de Reinoso. La noche es joven y abunda el vino.

–Os agradecemos vuestra generosidad –habló Cosgaya por los tres militares–, pero mañana hemos de madrugar para visitar unos pueblos del Oriente.

–Bien, vosotros sois los custodios de la Península y os esmeráis en que reine la paz. Ahora, permitidme acompañaros hasta la puerta.

En cuanto el anfitrión y los mílites se alejaron, Galiano buscó al doctor Lorra con la mirada. Deseaba reanudar con él la sugestiva conversación interrumpida por una dama inoportuna. Pero por más que lo intentó no dio con su alta e imponente figura. Intrigado, le preguntó por él a uno de los camareros:

–Se ha ido –le respondió–. Hará una hora que se marchó.

Roldán Peniche Barrera

Continuará la próxima semana…

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