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Canek, Combatiente del Tiempo (VIII)

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Letras

II

 

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La espléndida residencia de don Francisco de Reinoso, ubicada no lejos de la Plaza Mayor, construida al estilo sobrio de la arquitectura colonial yucateca, lucía sus altos techos sostenidos con sólidas vigas de madera, sus espaciosas habitaciones de amplios ventanales por donde se colaba la brisa proveniente del cercano mar de la costa peninsular. Quizá por el fresco imperante esa noche, el Maestro Galiano no se sentía incómodo con el traje de etiqueta que se había obligado a vestir para la ocasión, que incluía el viejo chaleco con olor a naftalina, la peluca de tiesa coleta, las gruesas medias acanaladas y los achatados zapatos de hebillones de cobre, pues no había dinero para comprar los de plata. Su anfitrión, el señor de Reinoso, sesentón, cuya escasa cabellera disimulaba con una elegante peluca francesa, lo había presentado con toda la gente distinguida de la ciudad: los capitanes Tiburcio Cosgaya, Estanislao del Puerto, y el más joven de ellos, Cristóbal Calderón de la Helguera, aristócrata con fama de valiente y un promisorio futuro en la carrera militar. El organista fué presentado también con los religiosos más importantes como el sabio jesuita Martin del Puerto y los padres Ruela, Ramírez y el Dr. Lorra.

Luego de los protocolos, Galiano se acercó a Lorra:

–Perdón, padre –le dijo el músico–. ¡Qué extraño apellido el suyo! Nunca había yo escuchado el apellido Lorra.

El religioso, altísimo, de mediana edad, tupidas cejas oscuras y grandes ojos verdes que parecían fulgurar, bebió un sorbo de su copa de vino y sin perder su adustez, exclamó:

–Qué le vamos a hacer, señor Galiano: la gente es muy bruta y se resiste a llamarme O’Reilly, mi verdadero apellido, que es irlandés, y prefieren nombrarme Lorra, extraña palabra que la fuerza de la costumbre me ha hecho adoptar como apellido. Creo que nunca pudieron pronunciar con corrección el O’Reilly y se les hizo fácil mudarlo en Lorra, lo que no me hace ninguna gracia. Pero, en fin…

—¿Tenéis parroquia en Mérida, Dr.?

–El alto mando clerical me ha encomendado la del barrio de San Cristóbal al Oriente de la ciudad.

–No es lejos, quizás os visite alguna vez, doctor.

–Seréis bienvenido, señor Galiano, pero os advierto que es parroquia de indios y no sé si os sentiréis un tanto incómodo…

–En absoluto. No soy hombre de prejuicios. Para mí son iguales tanto los indios como los blancos; todos somos hijos de Dios.

Lorra se aproximó al organista y le susurró al oído:

–No habléis tan fuerte, señor Galiano, si aspiráis a permanecer en esta ciudad y llevar la fiesta en paz. Ahora estamos rodeados de encomenderos, milicianos y fanáticos religiosos para quienes el indio no vale un ardite. Mérida es una ciudad racista y las clases sociales están perfectamente definidas.

–Os asiste la razón, doctor. La otra mañana en la catedral, el señor de Reinoso hizo un comentario burlesco contra los indios, lo que me molestó bastante. Claro, no me atreví a contradecirlo por respeto a su edad y a que, por otra parte, él estaba siendo demasiado amable conmigo. Habría sino una indelicadeza de mi parte.

–¡Ea, maestro Galiano! Peores cosas veréis en el futuro. Disponed vuestro ánimo para ser testigo de la brutalidad con que esos encomenderos tratan a sus peones indios. Pronto escucharéis el chasquido del bejuco sobre las espaldas de los esclavos y el alarido de los azotados.

–¿Bejuco, doctor?

–Es una planta que crece por acá, de cuyos largos tallos elaboran los chicotes para la azotaina.

Algo más le iba a preguntar el organista al religioso, pero justo en ese momento éste se apartó de su lado, atento al saludo de una señora de edad que lo llamaba con insistencia desde un rincón de la sala: Galiano lo vió encaminarse hacia la dama y pensó “Bien, ya hablaré después con él”. Luego meditó sobre la favorable impresión que le había causado el Dr. Lorra: su sencillo hábito negro lucía elegante en él, acaso por su estatura; su rostro, bronceado por el sol, parecía recién afeitado, y sus manos, grandes y poderosas, podrían destrozar a un oso. También su voz, profunda y enfática, le había impresionado y enseguida pensó qué tan intimidantes se escucharían sus sermones en la parroquia de San Cristóbal. De pronto, una voz menos enfática y menos profunda, hizo añicos sus pensamientos:

–¿Por qué tan solo, querido maestro Galiano?

Era su anfitrión, que le reclamó entre bromas que se le hubiese perdido por ahí cuando se encontraban en el ritual de las presentaciones:

–Perdón, me he entretenido conversando con el Dr. Lorra –se excusó el organista.

–¿Con el religioso?

–Sí, con ese mismo. ¡Qué hombre tan interesante!

El encomendero se encogió de hombros:

–Tened mucho cuidado con él –le advirtió con un gesto de desagrado a su huésped–. Está medio chiflado: es un hombre de ideas extravagantes y yo diría que hasta subversivas. Defiende a los indios a rajatabla y eso no es bien visto en nuestra sociedad. Si por él fuera, todos esos bárbaros estarían libres por nuestras calles prestos a cortarnos el pescuezo. Por eso sus superiores lo han relegado a la parroquia de San Cristóbal, barrio de los indios. Yo, en cambio, de estar en mis manos el asunto, lo enviaría a una parroquia de la Nueva España o de Veracruz. Pero el hombre cuenta con amistades influyentes en el obispado metropolitano que exigen su permanencia en Mérida. ¡Ay, si la inquisición española fuera la de antes, esto no sucedería! Como a Savonarola, deberían quemarlo vivo. Y es que Lorra sigue siendo un hombre peligroso para nuestros intereses y tenemos que vigilarlo todo el tiempo.

–Mas, a pesar de ser lo que decís que es –sonrió con socarronería el músico–, lo habéis invitado al recital de vuestras hijas, don Francisco.

De Reinoso le respondió en voz baja:

–A veces, maestro Galiano, hay que convivir con el enemigo, y mantenerlo cerca para observar sus movimientos. Además, ya os he dicho que el Dr. Lorra goza de amistades poderosas en la metrópoli y, velis nolis, nos es preciso invitarlo a nuestros saraos. Pero ¡ea! Baste de perder el tiempo hablando de ese lunático. Vamos, venid conmigo que quiero presentaros al hombre más importante de esta provincia…

–¿El hombre más importante…? –el organista lo miró incrédulo.

–¡Pardiez, amigo Galiano! ¿Quién puede ser más importante en una provincia que el gobernador y capitán general?

–¡Ah, por supuesto…!

–Lamentablemente nos han impuesto a un contemporáneo de Matusalén –rio el encomendero de su propio chiste– al que ya están por reclamar las Parcas por lo que no creo que nos dure mucho. Pero no hay nada que podamos hacer: son órdenes del virrey… y quizás del mismo rey D. Carlos III, que Dios guarde.

Roldán Peniche Barrera

Continuará la próxima semana…

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