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Canek, combatiente del tiempo – II

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Letras

I

 

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Poco antes de las diez, Jacinto Uc se presentó en la casa de don Pedro; lo recepcionó en persona y lo hizo pasar al interior. Enseguida se sentaron a la mesa, donde ya estaban servidas dos jícaras llenas de pozole fresco.

–¡Ay, muchacho! –se quejó el viejo mientras prendía su habitual tabaco–. Es duro llegar a centenario.

–¿Has cumplido cien años, señor? –dijo Jacinto, sorbiendo de su jícara de pozole.

–Los cumpliré en cualquier momento, pero duelen, te digo que duelen en verdad.

–Te miras en buena salud, y tu pensamiento es claro como la luz del sol.

–Tengo buena memoria y punto. No me vengas con halagos inútiles. Lo que importa es lo que vendrá y la liberación final de nuestros hermanos.

–Son dos siglos de esclavitud, don Pedro. Nuestros hermanos han padecido el chicote del amo y los tormentos de los verdugos insaciables de sangre. He sido testigo de azotaínas, de torturas…

–Vamos –el viejo bebió un sorbo de su colmada jícara–, no nos hemos reunido para llorar nuestras desdichas sino para remediarlas. Veo que tú mantienes vivo tu odio contra los gavilanes blancos, los españoles que nos oprimen sin misericordia, y yo tengo muy claros mis recuerdos de hombre viejo testigo de nuestra desventura. He visto y vivido todas las aberraciones que te puedas imaginar y nada de lo que me digas es nuevo para mí. Van a ser cien años, muchacho. Nadie me va a hablar a mí de azotaínas ni de las dentelladas de los perros del amo cuyas cicatrices marcan mi viejo cuerpo. Un siglo de edad es mucho tiempo, Jacinto: ves y oyes cosas horrendas y te sientes frustrado cuando nada puedes hacer para combatirlas.

–He escuchado que en tu juventud te rebelaste contra ese estado de cosas.

–Bueno, en nuestra mocedad practicamos algunos torpes conatos de rebeldía: nos escapábamos de la encomienda, insultábamos a los soldados, matábamos a los perros de los amos, no acudíamos a la misa… Pero sólo conseguimos que nos torturaran o nos echarán en la jaula de los perros, donde combatíamos con las bestias a puñetazo limpio ante sus embestidas. No hay cosa peor que la humillación, que es lo que te impulsa a rebelarte y desatar tu furia, y sólo piensas en destazar a tu agresor. Años después, todavía joven, pretendí alzarme en serio contra los amos pero nunca conté con suficientes hombres arrojados para lanzarme a la lucha. Siempre hubo miedo por parte de nuestros hermanos y nunca pudimos concretar un verdadero movimiento libertario. Y ahora, ya viejo, he finalmente comprendido: que no cualquiera se la rifa contra el poder de las armas enemigas que acabarán por hacernos polvo.

–Pero ustedes contaban con sus propias armas, don Pedro –razonó Jacinto, mientras daba un largo sorbo a su pozole.

–Escopetas viejas e inservibles, flechas y piedras, hachas y machetes oxidados que servían para maldita la cosa mientras que un disparo de cañón destrozaba a la vez a veinte de nuestros hermanos. Ya un poco avanzado el presente siglo, deseché por inútil la idea de una sublevación ante el vigor de las armas castellanas y abandoné Nenelá para refugiarme en el Petén, ahí donde todavía viven en libertad hombres de nuestra raza; trabé amistad con los grandes brujos itzáes que me aconsejaron y me explicaron que las armas españolas no tienen ningún efecto ante sus ensalmos y conjuros. y me invitaron a permanecer con ellos por una larga temporada, durante la que me enseñarían los secretos para acabar con los extranjeros que dominaban mi península.

Después de un tiempo les agradecí su hospitalidad y sus enseñanzas, pero les expliqué que ya había cumplido yo cincuenta años y me sentía demasiado viejo para encabezar una sublevación en Yucatán. Les dije que prefería buscar entre los jóvenes de mi tierra alguno que tuviera las agallas y que se propusiera liderarla. Les prometí que entonces lo haría viajar al Petén para su adiestramiento, pero por años no di con ninguno que me inspirara confianza, hasta que te conocí a ti.

–Y tú sabes que cuentas conmigo y con mis amigos más fieles en cuanto lo dispongas.

–Déjame poner en orden mis pensamientos –dijo el brujo– y añadió, orillado a la sombra de sus cien años, que le hacían verse visiblemente fatigado–. Por hoy he hablado demasiado. Regresa en tres días para proseguir nuestra plática.

Jacinto abandonó la choza de su maestro con el corazón endurecido y con las ansias reavivadas de deshacerse de los gavilanes blancos y recobrar la libertad de su pueblo.

Roldán Peniche Barrera

Continuará la próxima semana…

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