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Perspectiva
“El Rey debe arrodillarse y permitir que este Reino se levante…”
Bastille Day, Rush
A partir del día primero de octubre, en el estado de Yucatán tenemos nueva administración estatal. Durante los últimos doce años, la gubernatura estuvo en manos del partido tricolor y, como consecuencia de sus venturas y desventuras a lo largo de estos –para algunos de nosotros larguísimos– años, uno de sus supuestos bastiones, después de la elección del pasado primero de julio, quedó en manos de quien en realidad era la oposición en nuestro estado: el partido blanquiazul, el PAN.
Si bien conservar la seguridad en el Estado fue uno de los principales logros de la administración saliente, lo demás queda opacado por la sistemática manera en que le cubrió las espaldas a la «góber preciosa» y sus compinches ante lo monumental del desfalco que cometieron; aún peor, también se llenaron las alforjas con dinero, en particular en este año de Hidalgo, cuando perdieron completamente la vergüenza y, usando abundante maquillaje, se apropiaron de cuanto recurso pudieron, incluyendo -al parecer- los fondos con los cuales apuntalarían la «victoria» durante las pasadas elecciones.
Como después de cada cambio, vienen ahora los movimientos de personal, la asignación de puestos por méritos –cualesquiera que estos hayan sido–, y la natural miseria y temor que acompaña a todos aquellos que ocuparon un puesto con cierto nivel de ingresos que, automáticamente, será asignado a alguien más y que, por lo tanto, habrán de ceder. Al suceder esto, se presentan dos escenarios: se retira a personal que trabajó eficientemente y desempeñó un buen trabajo, o se retira a ineptos que arribaron a ese puesto por recomendaciones de otras personas. Los primeros son aquellos que habría que salvar de alguna manera, porque los segundos son profesionales del buen vivir y del buen comer, pero inútiles para lo que se les necesitaba.
Lo anterior en los niveles superiores.
En los niveles intermedios e inferiores, la incertidumbre radica en saber si el nuevo jefe resultará igual que el anterior: ¿será igual de incompetente y rata como el anterior, o será igual de buen administrador y buena gente que el que acaba de irse? Nuevamente, dos escenarios se presentan, y más pronto que tarde los subordinados obtienen su respuesta.
Penosamente, nuestra burocracia posee muy mala fama. Muchos de nosotros hemos palpado y observado de cerca cuán mañosos y malos resultan muchos administradores, y atestiguamos la manera en que llegaron a ocupar sus puestos: por recomendaciones de personajes con “poder”. No es, pues, ningún arte secreto saber qué tan bueno resulta un administrador: ¿mejoraron las cosas que estaban bajo su responsabilidad, entrega mejores resultados que los que recibió al llegar? Repito: penosamente, nuestra burocracia tiene pésima fama, y las evidencias se acumulan contra ellos.
Nuestro país es inmensamente pródigo, lleno de riquezas, y el presupuesto administrativo de la burocracia superará en el 2019 los 5 billones de pesos, o sea, 5 millones de millones de pesos. Ante esta cantidad (un cinco seguido de 12 ceros), que se ejerce anualmente, ¿cómo es posible que no vivamos en mejores condiciones, con trabajos y salarios estables, sin deudas, con dinero sobrante en el bolsillo que nos permita ahorrar, o invertir? La respuesta está en esos administradores que ahora están llegando a sus nuevos puestos en toda la nación, y en aquellos que lo harán a partir del primero de diciembre a sus oficinas federales.
¿Alguno de ellos intentará revertir la inercia y entregar buenas cuentas? ¿Alguno de ellos está imbuido de espíritu de servicio por nosotros, los que pagamos su salario, los mexicanos? ¿Alguno de ellos poseerá el suficiente grado de ética que le permita, ahora sí, asegurarse de que los presupuestos que le asignen no se vayan a los bolsillos de unos cuantos, sino se transformen en obras y acciones que beneficien a la colectividad?
Releí hace unos días una frase que reverbera en mi mente cada vez que hay un cambio de guardia: “El primer acto de corrupción que comete un funcionario es aceptar un puesto para el que no está suficientemente capacitado.”
Juzguen entonces ustedes: ¿cuántos de estos nuevos administradores, a nivel municipal, estatal y federal, en realidad están cometiendo desde ya actos de corrupción al ser juzgados bajo esa premisa?
Y vayamos más allá: ¿no quien los está convirtiendo en corruptos es aquél que les dio el puesto con lo cual, luego entonces, el más corrupto de todos es ese personaje al no elegir adecuadamente?
Desde esta perspectiva –no muy halagüeña, a poco no–, ante lo que hemos visto que han hecho los “electos” y ante sus grandes “ideotas”, no ha cambiado nada en México, a pesar de los buenos deseos de 30 millones de votantes que esperaban algo diferente, y poco a poco abren los ojos a esta penosa realidad.
Ojalá y aparezca un buen administrador nacional que me haga convencerme de que estoy equivocado, y me saque de mi pesimismo, con acciones que nos beneficien a todos.
Amén.
S. Alvarado D.