Letras
Rocío Prieto Valdivia
Cada segundo martes del mes, Rebeca tiene que soportar las críticas constructivas de su cuñada. La mujer de la tercera edad llega con su pesada humanidad a casa de su hermano, el marido de Rebeca; en cuanto entra por la puerta, su voz se convierte en un mar de lamentos, con olas tan fuertes que desquebrajan las ganas de tenerla como visita.
Todo aquello hace de esa cocina un coliseo romano en el que los espectadores son los sartenes, las tazas, las hornillas de la estufa donde se preparaban esas viandas para recibirla. Nunca se le daba gusto, algunas veces la sopa quedaba demasiado aguada, otras veces el caldo no tenía suficiente epazote. Rebeca odia el epazote, le causa repugnancia.
Y aunque Teodora lo sabía, hace que su hermano no se olvide de sus raíces. Saca de su bolsa de yute un gran manojo, lo levanta en señal de triunfo, su rostro resplandeciente brilla más con las luces empotradas de la cocineta, voltea a ver con aires de superioridad a su cuñada, y se lo agrega al caldo de pescado. Se ve enseguida la saña, alevosía y la ventaja, pues una sonrisa de gusto se refleja en ese rostro lleno de arrugas. El epazote, a medida que se cuece, va descomponiendo el sabor del caldo que tanto le agrada a su hermano. Rebeca es lista y no le da gusto a su cuñada, fingiendo una chingada felicidad y le agradece el gesto con palabras cariñosas…
…cosa que a Teodora no le agrada del todo. Tendrá que fraguar otro plan para deshacerse de Rebeca. Lleva planeando ganar la batalla más de una década.
Al regresar a su casa hoy por la noche, mientras se va quedando dormida, Teodora en su mente malvada estudia cómo hacer rabiar a su cuñada.
Antes de juntarse Elías con Rebeca, ella era la dueña y señora en la casa de su querido hermano menor. Se creía la madre, y cómo no serlo si se había hecho cargo de la criatura cuando su madre enfermó para, días más tarde, fallecer tras dar a luz una tarde de agosto.
Teodora, con sus escasos nueve años, ya era considerada una mujer, aun sin haber tenido su primer periodo; ya estaba apartada, casi lista para el matrimonio.
Antes de irse a la escuela rural que estaba cercana a su hogar, tenía que cargar al hombro un bulto de ropa sucia de su padre y sus cuatro hermanos mayores que ella, además de cargar con su hermano, terciado a un costado, acurrucado junto a ella.
Ambos caminaban cerca de tres kilómetros en busca del riachuelo más cercano allá por Loma Bonita, Oaxaca. Mientras lo hacían, Teodora le cantaba coplas al niño cuando este se ponía muy llorón; de la boca de su hermana-mamá salían un par de nanas, le contaba de las vacas que veían en esa larga vereda.
Sus pequeños pies sangraban por lo sinuoso que era ese camino.
Al llegar al río, la muchachita, de largos cabellos, dejaba el bulto amarrado a esa rama de siempre, mientras daba al bebé una botella que rebosaba con la leche de la cabra que su padre consiguió prestada con el patrón. El niño eructaba al terminársela. Los ojos del pequeño veían a lo lejos ese paisaje verde esplendoroso del riachuelo, y a su vez los pequeños ojos negros de la que creía era su madre.
A sus escasos doce años, Teodora se había convertido en una mujer según la costumbre del pueblo aquel.
José Luis, el hijo del patrón, había puesto sus ojos en ella cuando llegó de Estados Unidos. Una mañana de noviembre la siguió en su caballo, vio cómo se desnudaba, sus pechos respingados, sus amplias caderas y ese negro cabello que le caía en cascada. La tomó de sorpresa mientras se estaba bañando, y la mancilló una y otra vez sobre el zacate.
Al principio Teodora se resistía, pero al sentir aquel miembro vigoroso sintió su primer orgasmo. Despertaba al sexo de una manera ordinaria y cruel, cuando de repente el joven de 20 años vio que de la vagina de Teodora salía sangre.
—Ah, chingáos, ¿pues no que ya tenías un chamaco? No me vas a amarrar con que te desfloré. Pa que sepas, me voy a casar con la Altagracia.
Teodora, revolcada entre el zacate, estaba adolorida y preocupada por Elías, que lloraba de hambre. Ni siquiera escuchó las amenazas de su depredador.
—Cuidado con que abras la boca. Regreso mañana a ver si ya te portas más modosita. Tás rebuena. De ahora en adelante eres mi vieja. Acuérdate que soy hijo del patrón.
Los días fueron pasando, así como los años.
En una de tantas mañanas, Teodora, ya con 20 años, quedó encinta de su primer hijo, hijo que sería un bastardo si se quedaba en su pueblo.
José Luis, al darse cuenta del embarazo de Teodora, la mandó llamar y le advirtió que por nada del mundo quería que en el pueblo se supiera de aquellos amores fugaces. Habían pasado ya 8 años en los cuales sus encuentros cada vez eran más apasionados. José Luis podía hacer con su hembra todo lo imaginable. Aunque era el esposo de Altagracia, no lo satisfacía. Jamás tuvieron hijos, la mujer solo era una muñeca de lujo.
Muchas veces Teodora quiso ir y contarle de los amoríos, pero ya tenía incubado el mal de Estocolmo en su sistema: amaba a ese hombre, lo necesitaba para ser feliz. Creía que, si lo dejaba, la vida de su hermano se le iba también.
A los días, Teodora, junto con Elías y un embarazo de casi 7 meses, viajaban hacia otro estado. José Luis se encargó de todo.
Nadie supo más del paradero de Teodora. Era tan feliz con sus dos hijos: Elías, el mayor, y José, el menor. Después vino el nacimiento de Camila, hija también del hombre que la condenó al destierro y que jamás la dejó de visitar pues era su dueño y señor.
A su vez, ella se creía la salvadora de la vida de Elías. Pudo esquivar y quitar de la vida de su hermano a varias mujeres, pero no pudo con Rebeca, quien se le metió en los ojos a Elías. Además, le recordaba tanto a la mujer de su siempre amante que quizás por eso la odiaba tanto; le hacía la vida imposible contándole de las anteriores mujeres de su hermano, haciéndola sufrir. En un inicio, todo con el absurdo propósito de protegerlo, lo hacía cual perra recién parida. A las mujeres anteriores de Elías les había hecho la vida imposible, hasta desterrarlas de la vida del que ella se creía madre.
Pero Rebeca aguantó sus constantes travesuras en la cocina pues, al fin de cuentas, sólo eran cada segundo martes del mes; los demás días era dueña y señora.
Esta mujer que Elías había elegido lo volvía loco, pero no por ello dejaba de amar a su hermana. Sabía la historia. Le gustaba recordar a su familia con el caldo de pescado cada segundo martes del mes, aunque supiera horrible.
Rebeca, a su vez, se condolía de la vida de su anciana cuñada, de su suegra, y la dejaba ser dueña y señora, aunque fuera unas cuántas horas al mes.