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Caen las letras acompañadas de los cristales de mis ojos

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Un día descubrí en mi mirada la figura de mis hijos, el corazón se me hizo más grande- el vientre igual -las manos se convirtieron en garras, mis pensamientos aprendieron a volar. Cuando fui niña mis preocupaciones tenían que ver con pensamientos como “qué hago aquí”, “para qué estoy en el mundo”, además del miedo de quedarme sin padres o hermanos.

Me convertí en una adolescente y las preocupaciones giraron en torno a mí, en sentirme bien, en verme bien, en desear que las personas vieran todo lo que podía lograr. Me subí al tren y la estación pasó de manera fugaz.

Pero llegó el tiempo de ser adulta, de tener que preocuparme por los otros, de encontrar alguna manera de mantenerme, conseguir seguridad y cuidar a los hijos. Tenerlos dentro de mí para después acostumbrarme a ya sólo llevarlos de la mano, para después verlos partir, ir acomodando lo que les es importante, necesario, y yo quedar ya un poco atrás.

Soy afortunada, nunca tuve que dejar nada de lo que hacía en espera de que ellos crecieran: en mis luchas, en mis alcances, nunca me di cuenta en qué momento se convirtieron en personas grandes.

Y ahora ya no me pregunto qué hago aquí, para qué estoy en el mundo. Ahora sé que estoy aquí para mirarlos plenos, para aprender a estar sola, para dejar que ellos encuentren las respuestas que a mí ya llegaron.

Estoy aquí porque ahora ya no quiero irme, porque sé a qué huelen los hijos, qué sabor tiene la angustia cuando ellos están tristes. Estoy aquí para ver si logro cambiar algo de su historia para que ellos puedan realizarse todavía mejor.

Estoy aquí para darles su lugar y saber cuándo hablar o mejor quedarme callada, para no confundirlos y no quererlos guiar como lo hice cuando fueron pequeños.

Estoy aquí porque sé que todos desaparecemos y quisiera que fuera por haber vivido el tiempo que nos correspondía y no por mera violencia.

Y este pensamiento me aprieta el alma, me lleva a ser solidaria con las madres de los jóvenes de Guerrero, estado en el que viví cuando tenía doce años. Hasta ahora escucho el nombre del municipio de Ayotzinapa, como seguramente muchas otras personas.

Las declaraciones, las noticias, las marchas, las ofensas, los miedos, las acciones, las rabias, van formando montañas, como las que conforman la geografía de nuestro país, y yo sigo sin entender cómo es posible que la violencia, que ha existido siempre acompañándonos, ahora algunos apenas la descubran. O que nos sorprenda la riqueza que se encuentra en las manos de unos cuantos y ahora, al fin,  nos ofenda.

No sé qué vendrá, pero lo que si sé es que no puedo permanecer callada. Si yo soy madre de dos hermosos hijos, y si fueran ellos los que no estuvieran, andaría buscándolos por cada rincón de esta tierra violenta, exigiría su pronto regreso; porque el cuerpo de una madre queda vacío y el corazón en medio del pecho duele, sangra, exige.

No puedo hacer mucho, a lo mejor sólo marchar por las calles con paso lento, mientras a mi mente llega el dolor de esas madres desconsoladas. Tal vez solo dejar caer las letras, mientras las acompañan los cristales de mis ojos que se rompen violentados porque les duele una patria tan jodida, porque me asombra mirar algunos que pueden continuar disfrutando del futbol como si esta tierra tuviera tiempo de jugar. Y pienso qué más pudiera hacer y viene a mí la imagen de los jóvenes de la ciudad y provincias que se han unido a esta causa, según les corresponda. Unos cantan, otros presentan espectáculos donde nos conmueven y nos mueven la rabia acumulada.

Pero qué más pudiera hacer. Lamentarse no es suficiente, habrá que cambiar actitudes, vicios, costumbres. Atrevernos a denunciar, a señalar a quienes encumbrados nos pisotean y aniquilan. Habrá que convocar a la prudencia. La violencia genera más violencia. Buscar la manera de solidarizarnos con las madres de esos jóvenes y de cada ciudadano que de alguna manera ha vivido la violencia, esa que causa desesperación, impotencia y dolor, que aniquila. No caer en el juego absurdo de ofensas y desagravios contra todo y todos.

Robo el pensamiento de mi pareja que piensa que “Tal vez el cambio lo disfruten los hijos de los actuales jóvenes, que entiendan que en sus manos está sembrar en sus hijos la tolerancia y respeto a  la vida”.

Mientras tanto yo abrazo a los míos muy fuerte, al igual que a cada madre y padre de los jóvenes de Guerrero, lugar que no olvido porque allí nació mi hermano, el más pequeño, que solía decir “yo nací en Chilpancingo de los Bravos de Guerrero”.

Hortencia Sánchez

ritualteatro@hotmail.com

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