Letras
En un artículo anterior traté de demostrar que el texto que escribió en 1950 André Breton sobre Tamayo, cuando tuvo lugar la primera exposición del pintor mexicano en París, es revelador del estado de espíritu que precedió a la eclosión de la llamada “Ruptura”, dejando pendiente una comparación entre este texto y el de Octavio Paz, escrito para la misma ocasión.
Si bien los dos textos no son del todo equivalentes, ya que provienen de dos escritores que, sin duda, tenían visiones diferentes sobre la pintura mexicana, contienen, sin embargo, algunos puntos en común que vale la pena poner de relieve.
Por ejemplo, ambos poetas consideran que Tamayo se sitúa en un punto “neurálgico”, según la expresión de Breton, con respecto al muralismo.
Además, tanto Paz como Breton creen necesario asentar que, si bien la pintura de los muralistas había jugado un papel importante en su momento, ésta había sido ya rebasada para entonces. Así Paz nos dice: “fue un comienzo admirable y poderoso. Pero fue un comienzo: la pintura mexicana no termina con ellos.”
Breton, en cambio, declara, después de plantear el valor histórico del muralismo para México, ligado al pasado revolucionario del país, que: “Después que sobrevinieron ciertas desilusiones, un arte que bebía su savia fuera de sí mismo, y sin embargo se ligaba cada vez más exclusivamente a su suelo, estaba destinado a caducar.”
Por otro lado, ambos autores ligan de forma más o menos indirecta el muralismo con el “realismo socialista”, aunque siendo cuidadosos de no identificar los dos fenómenos por completo.
Mientras Breton lo hace de la manera en que he analizado en mi artículo anterior, Paz lo hace diciéndonos:
«Un estilo de llama termina siempre por devorarse a sí mismo. Repetir a Orozco habría sido una insoportable mistificación; el nacionalismo amenazaba convertirse en mera superficie pintoresca, como de hecho ocurrió después; y el dogmatismo de los pintores ‘revolucionarios’ entrañaba una inaceptable sujeción del arte a un “realismo” que nunca se ha mostrado muy respetuoso de la realidad. Todos conocemos los frutos de esta nueva beatería y a qué extremos morales y estéticos ha conducido el “realismo socialista.”
Es interesante que Paz nombre, junto a Tamayo, a pintores como “Agustín Lazo, María Izquierdo, Manuel Rodríguez Lozano, Carlos Orozco Romero, Antonio Ruiz, Julio Castellanos y otros,” observando que “este nuevo grupo de pintores […], entre 1925 y 1930, produjo una escisión en el movimiento iniciado por los muralistas,” escisión que más adelante Paz define como una “ruptura”.
Paz define igualmente a estos pintores, afines, como se sabe, tanto al grupo de los Contemporáneos como al de los Surrealistas, haciendo patente que “a todos los impulsaba el deseo de encontrar una nueva universalidad plástica, esta vez sin recurrir a la ‘ideología’ y, también, sin traicionar el legado de sus predecesores: el descubrimiento de nuestro pueblo como una cantera de revelaciones.”
Breton expresa la misma idea, si bien aplicándola únicamente a Tamayo:
“Todo el itinerario de Tamayo se inspira en esas dos necesidades vitales: por una parte, volver a abrir la vía de la gran comunicación que la pintura, en cuanto lengua universal, debe ser entre los continentes; […] por otra parte desbrozar de lo que puede tener de accidental en sus aspectos o de episódico en sus luchas, para verterlo en el crisol del alma humana, el México eterno.”
Por supuesto, la insistencia mutua en la necesidad para México de una pintura que fuese capaz de recuperar su carácter universal desde la individualidad de aquellos artistas que se distinguían del muralismo, entre los cuales se destaca Tamayo, resuena demasiado con las cualidades que se atribuyeron a la “nueva pintura mexicana”, denominada de la “Ruptura” a partir de 1988, para que tal coincidencia pueda ser considerada como meramente accidental.
La influencia de las ideas contenidas en estos dos textos en el rumbo que tomaría la pintura mexicana en las décadas siguientes a su redacción parece difícil de soslayar.
ESTEBAN GARCÍA BROSSEAU