Aída López
I
Sueño que sueño, sueño que vuelo. Con solo un impulso puedo volar a diferentes alturas, logro ver muchas cosas al mismo tiempo; por primera vez admiro las copas de los árboles, las azoteas, los espejos de agua. Las cabezas de las gentes son agujas sembradas en distintos puntos en una planicie que a veces es de color verde y otras gris. Los carros parecen que son de pila y recorren caminos destinados. Jugueteo en el viento, a veces soy bailarina, otras me impulso para confundirme entre las aves. La ropa me estorba, me la voy quitando. Ahora sí soy libre, quiero que mis brazos se vuelvan alas, que mi cuerpo se cubra con plumas de colores, que de mi garganta salgan trinos y nunca volver a hablar para no revelar mi secreto. Cierro los ojos y sin darme cuenta entro a una nube que impide mi vuelo. Desesperada, pataleo, forcejeo. Es inútil: la sábana se ha enredado en mi cuerpo, sábana que amortigua el golpe cuando caigo de la cama.
II
La oscuridad me gana. Apresuro el paso, debo llegar antes de la media noche. Al dar la vuelta en la esquina de mi casa, encuentro mi carro chocado. Enojada, comienzo a buscar a los culpables. Un carro adelante del mío, dos mujeres jóvenes, una de estatura baja y complexión gruesa a la cual no presto atención, y otra alta, delgada, cabello lacio negro y vestido pegado al cuerpo con la cual comienzo a intercambiar palabras que van subiendo de tono hasta llegar a los insultos. Enojada, entro a mi casa. Pronto escucho que los perros comienzan a ladrar insistentemente. Asomo por la ventana; veo que la mujer que me chocó el carro, acompañada de varios hombres, ingresa a mi cochera después de forzar la reja. Empujan la puerta. Siento miedo. Con todas mis fuerzas, desde adentro intento detenerla para que no entren, pero me vencen. Desesperada, salgo y logro llegar a la calle, alejándome. Encuentro a un vecino. Me dice que las mujeres son distribuidoras de droga y sus acompañantes son de la mafia. Siento que el corazón me va a explotar. El grito de “¡Corte!” del director detiene la escena, pero no mi corazón.
III
Voy al supermercado. Hay demasiada gente, más de lo habitual. Quizá sea por la quincena convergente al fin de semana, o por las ofertas. Largas filas en las cajas hacen que las personas tomen revistas para entretenerse en lo que llegan para pagar. Nadie advierte que en las puertas de salida se encuentran personas abarrotadas sin poder salir. Se detiene la música de fondo. Una voz masculina anuncia que las puertas del supermercado quedarán cerradas y nadie podrá abandonarlo. Angustiada, saco mi celular del bolso para hablar a mi casa y avisar lo que está sucediendo. No hay señal. Algunas personas entran en pánico y lloran; otras insultan a los cajeros, que se encuentran sorprendidos ante el anuncio. Busco las puertas de las oficinas, pero todas están cerradas. Levanto los auriculares de los teléfonos que encuentro a mi paso y ninguno tiene tono. Los relojes no marcan la hora. Recorro pasillos alfombrados escasos de luz, hasta llegar a un gran ventanal que deja ver que ha anochecido. Lo único que ilumina el vacío son las luces brillantes de una gran nave con escaleras eléctricas, por donde suben personas con su carrito de súper. Maldita dislexia, leí Noche Especial en vez de Espacial.