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CASA DE HUÉSPEDES
VI
Eran las seis y diez de la tarde del 2 de octubre en la Plaza de Tlatelolco cuando se desencadenó el tiroteo, instantes después de que tres luces de bengala, una roja y dos verdes, estallaran disparadas desde un helicóptero que descendía. Las balas zumbaron por doquier, las ametralladoras tabletearon en el ambiente y los cuerpos cayeron sangrantes, como ofrendas a Huitzilopochtli.
Una noche antes, durante la cena, Hugo había invitado a todos los huéspedes de la casa a asistir al magno mitin que se realizaría en la Plaza de Tlatelolco, en donde se tomarían decisiones de continuar el movimiento o posponerlo hasta después de las próximas olimpiadas. Hugo formaba parte del Consejo Nacional de Huelga de la Universidad y del Politécnico que exigían democracia y respeto a los derechos humanos, y con muchos detalles explicaba a sus compañeros el estado que guardaba la huelga estudiantil.
Bisoña se disculpó por no poder asistir, alegando que era extranjero y no se lo permitían las leyes mexicanas, so pena de ser deportado a su país si se involucraba en algún asunto político de México. Sin embargo, comprendía lo justo del movimiento y animaba a los que pudieran asistir a la concentración.
Andrés y Susanita prohibieron a sus hijos adolescentes aceptar la invitación de Hugo, pues estaban convencidos de la peligrosidad de la manifestación. Ya se habían dado algunas muertes de muchachos en el Politécnico y en la Universidad cuando los enfrentamientos con la policía. Presentían que algo trágico pudiera ocurrir.
Ramón, como estudiante del Poli, estaba convencido de que su asistencia al mitin era un deber cívico que no podía eludir, así que decidió participar. Margarita, que había tenido su desagradable experiencia anterior en la delegación de policía, contra todo lo que pudiera pensarse, se entusiasmó con la idea de asistir, si Hugo y Ramón la acompañaban.
Julián, que aún no lograba terminar sus relaciones sentimentales con Georgina, estaba esa noche en casa de ella para finiquitarlas. Sin embargo, en lugar de lograr sus intenciones de concluir el noviazgo, Georgina le convenció de que la acompañara al mitin de Tlatelolco para ahí discutir el asunto.
Al día siguiente, cuando las luces de Bengala se encendieron y comenzaron los disparos, Julián y Georgina se refugiaron en la entrada de un departamento, en la casa del conserje. Era más fuerte la tensión que sentían por sus dificultades amorosas que por el efecto de la balacera y no se daban cuenta cabal de la gravedad de la situación.
‘Georgina, entiéndeme, no puedo seguir como tu novio, pronto tendré que partir de esta ciudad en cuanto termine mis estudios. Primero necesito labrarme un futuro en mi profesión, necesito dedicarle todas mis energías y para hacerlo debo de estar solo,’ pretextaba Julián.
Las balas penetraban por las ventanas y apenas lograban esquivarlas, tendidos en el piso. El tableteo infernal de la metralla, los gritos de terror y los ayes de dolor de los heridos se confundían con sus acaloradas discusiones.
–Sí… lo sé… me lo han dicho, andas de novio con Margarita, esa muchacha medio loca de ahí en donde vives. Pero no te preocupes, yo me voy… yo me voy…
De pronto, tomó una fatal decisión. Intempestivamente se incorporó, se dirigió a la puerta sin que Julián pudiera detenerla.
‘Adiós,’ dijo con serenidad.
El fuego cruzado continuaba, los cadáveres de los estudiantes tapizaban la plaza.
Una bala perdida le atravesó el corazón, dio unos tambaleantes pasos, cayó en los brazos de él y la sangre de Georgina se mezcló con las lágrimas de Julián.
A duras penas, con la ayuda de otros sobrevivientes de la matanza, eludiendo el cerco de los soldados que los acosaban, Julián rescató el cuerpo sangrante de Georgina. Una ambulancia de la Cruz Roja la llevó al hospital. Los médicos intentaron revivirla, hacer algo por salvarle la vida, pero todo fue inútil. Al fin se dieron cuenta de que el corazón de Georgina estaba hecho pedazos, por la bala… y también por el amor.
En la Cruz Roja a Julián le confirmaron la muerte de Georgina. Avisó a los padres que llegaron presurosos. Las escenas de dolor fueron desgarradoras, como cuando muere una persona joven en plenitud de la vida y más en situaciones trágicas. Pero no eran los únicos padres que estaban en la Cruz Roja, también otros de estudiantes que habían caído víctimas de la intolerancia, del escarmiento autoritario, del temperamento enfermo, que esperaban con ansiedad información sobre sus hijos.
El sepelio de Georgina fue en la soledad. Sus padres, uno que otro pariente, algún amigo y Julián. La policía hostigaba, vigilaba de cerca, en busca de estudiantes para hacerlos presos.
A la salida del cementerio, Julián fue detenido y conducido esposado a la delegación en donde se le hicieron cargos por el delito de Disolución Social. El juez que siguió el proceso llevaba la consigna de encontrarlo culpable. Condenado a seis años de prisión, fue recluido poco después en el Palacio Negro de Lecumberri.
‘Llévatelo, y a la primera pendejada, te lo chingas’ escuchó Hugo antes de que lo bajaran a empellones del primer piso del edificio Chihuahua. Después supo que eran del Batallón Olimpia, militares vestidos de civil. Eran tan jóvenes como los estudiantes. Algunos traían una pistola en la mano; otros cargaban metralleta. Todos traían un guante blanco.
Los del batallón les dieron instrucciones:
–Todos a la pared, todos al suelo y al que alce la cabeza se lo lleva la chingada. Mientras tanto, un tipo alto, con el corte de pelo al estilo militar, fornido, disparaba contra la multitud. Otro le pegó un tiro en la cabeza a un estudiante que se atrevió a protestar.
Hugo había sido orador del mitin en el que habló en nombre del Consejo Nacional de Huelga. Estaba en la tribuna situada en el primer piso del edificio Chihuahua, cuando comenzaron los disparos. Pudo ver cómo se formaba un remolino en la plaza, la gente se movía como una ola de mar.
A todos los bajaron del edificio. Un tipo que estaba acostado decía en qué turno debían bajarlos. Era el que mandaba: patilludo, orejón, con rostro de criminal nato, lombrosiano.
Cuando le tocó el turno a Hugo, el que estaba acostado dijo a su jefe:
–Este fue orador en el mitin.
Entonces lo jalaron, le mentaron la madre y después lo golpearon. El patilludo le pegó con la pistola en la boca y empezó a sangrar
–Llévatelo –dijo a su compañero–, y a la primera pendejada… chíngatelo.
Ya bajo custodia del Ejército, con la cara sangrando, lo pasaron bajo los chorros de agua que escurrían del edificio. Había que lavarle la cara para poderlo fotografiar.
Con los ojos vendados le llevaron al campo militar número 1, el que está cerca del Toreo, en la frontera con el Estado de México. Ahí continuaron las vejaciones. Lo encerraron en un galerón con camas de metal junto con otros estudiantes. Por las noches se escuchaban disparos y el vigilante les decía: ‘Ya se las partieron a algunos, mañana siguen ustedes.’ La tortura psicológica era tremenda.
A los tres días, los trasladaron al Palacio Negro de Lecumberri. Los antecedentes de Hugo como activista de izquierda se consignaban en un voluminoso expediente que el juez no se ocupó de revisar. A los estudiantes detenidos en Tlatelolco se les condenaba por el Delito de Disolución Social.
Sin saber cómo, instintivamente, Ramón y Margarita casi a rastras se echaron al fondo de una zanja formada por las paredes de las ruinas de una construcción azteca y, apretujados, se amontonaron en un rincón semi techado. Ahí permanecieron agazapados, presos del terror en la penumbra del anochecer, mientras arriba morían sus compañeros estudiantes víctimas del fuego cruzado entre el ejército y los francotiradores del Batallón Olimpia que, apostados en el edificio Chihuahua de la plaza, disparaban sin piedad sobre la multitud inerme.
Después de mil peripecias, lograron escapar del cerco del ejército, que continuaba buscando estudiantes para encarcelarlos. Llegaron a la casa a eso de la madrugada. Susanita los esperaba con el jesús en la boca, temerosa de que hubieran sido victimados en la refriega.
Era una tarde soleada de octubre, quince días después de la masacre. Sobre el Estadio Azteca ondeaban las banderas de los países del mundo, el Presidente inauguraba los Juegos Olímpicos. El repudio se hizo manifiesto, una prolongada rechifla del pueblo congregado en el recinto clausuró la voz del mandatario que el servilismo de la televisión convirtió en aplausos.
César Ramón González Rosado
Continuará la próxima semana…