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Balam y otros relatos – IV

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IV

CASA DE HUÉSPEDES

 

I

Taciturno y cabizbajo, encorvado por el peso de sus fracasos, Andrés, de oficio violinista, una noche lluviosa llegó a su casa. Con las manos temblorosas por el frío metió la llave en la cerradura y abrió la puerta principal del edificio. Con paso lento y apoyándose sobre el pasa-manos subió las tres escaleras hasta llegar al departamento que habitaba con su familia, en el último piso de la vecindad. Lo esperaba su esposa…

–¡Qué vamos a hacer! exclamó Susana ante su marido, que había perdido el empleo.

–No te apures mujer, no desesperes. Tengo algunos ahorros que nos alcanzarán para los gastos en tanto consigo otro trabajo, respondió Andrés.

–Pero si lo que te queda es muy poco, apenas nos alcanza para mal comer… y los gastos de la escuela de los niños… y si se enferman…

–No te angusties Susanita, mañana mismo iré a trabajar con otros dos compañeros en las cantinas. Formaremos un trío, dos guitarras y un violín, el mío. Ya estamos ensayando algunas bonitas canciones, estoy seguro de que nos irá muy bien. Por lo menos sacaremos cada uno para los gastos de nuestras casas.

Andrés y Susana se habían casado 18 años antes, tenían dos hijos adolescentes. Mauricio y Rubén. A duras penas Andrés con su violín había podido cubrir los gastos de la casa, tocando a veces con algún conjunto en los cabarets, otras en las peñas amenizando la charla de los parroquianos, y también, de vez en cuando, llevando serenatas. Pero ahora la crisis económica del país le había dejado sin empleo. El restaurante en donde trabajaba había cerrado por quiebra.

–Lo que ganas es muy poco, insistió la mujer, ya no alcanza para el gasto del día, ni para los estudios de los muchachos. Si me dejaras ayudarte, yo también puedo trabajar. Podemos recibir jóvenes estudiantes aquí en la casa y otras personas decentes como huéspedes. Les rentaremos dos habitaciones, aunque nosotros ocupemos una sola y a los muchachos los mandamos al cuarto de la azotea; ellos comprenderán, son muy buenos hijos.

–Además se les dará el desayuno, comida y cena, y también les lavaremos la ropa a cambio de una paga quincenal, con eso mejorará nuestra situación. ¡Ya verás que prosperamos!, concluyó Susanita.

–¡Con un carajo que no… te lo he dicho ya! ¡Soy muy hombre para mantener mi hogar sin que mi mujer tenga que trabajar!, explotó Andrés. Su orgullo machista no le permitía admitir la generosa idea de su esposa.

–¡Ni una palabra más sobre el asunto!, agregó con soberbia. La mujer no se atrevió a responder.

Al día siguiente, muy temprano despertó Andrés. Antes del desayuno ensayó en su violín. El vals Sobre la Olas vibró con arpegios armoniosos y el espíritu de Juventino Rosas deambuló por el ambiente. Otros valses siguieron: Alejandra, Dios Nunca Muere… mientras Susana, aún dormitando en la cama, se extasiaba hasta las lágrimas con las notas que su esposo liberaba del instrumento.

Después de acicalarse con esmero, vestido con un traje raído, corbata de moño y sombrero al estilo Gardel, Andrés fue al encuentro de sus amigos, dos guitarristas que lo esperaban en un bar cercano para ensayar antes de que los clientes llegaran.

Diligentes, afinaron sus instrumentos y ensayaron hermosas melodías de Agustín Lara, de Gonzalo Curiel, algunas rancheras de José Alfredo, también de otros compositores famosos.

–Tus valses, Andrés, ya están pasados de moda, advirtió uno de sus compañeros, y el otro agregó: Ensayemos algunos sones cubanos, como los de Compai Segundo, gustan a los parroquianos. Durante tres horas practicaron y a mediodía comenzó el trabajo con los clientes.

En un principio, nadie les hizo caso por más que requinteaban sus guitarras anunciando las canciones. Los clientes apenas bebían las primeras cervezas, acompañadas con botanas y caldos de camarón servidos en pequeños vasos.

–A diez pesos por canción, paisano. Anímese, alegre su reunión.

–Más tarde, respondió alguno.

Era la hora de la comida. El de los pollos rostizados comenzó su labor.

–Éntrele a la rifa, mi señor, a dos pesos el número–. En un momento los agotaba y la clientela devoraba pollo tras pollo, acompañados de generosos tragos de cerveza o de jaibol.

Mientras tanto, Andrés y sus amigos seguían ofreciendo sus canciones sin resultado. Fue pasado mucho tiempo cuando alguien los contrató, y al calor de las copas, también otros se animaron.

La algarabía en la cantina poco a poco subía de tono conforme los clientes ingerían sus bebidas. Las canciones, entremezcladas con el escándalo de las palabras gruesas y las altisonantes carcajadas, apenas se escuchaban:

“Ay amor ya no me quieras tanto, ay amor olvídate de mí”, cantaba el trío imitando a los Panchos.

–Échense un trago con nosotros… invitaban los clientes a los trovadores, y así, de mesa en mesa, de copa en copa, de canción en canción, y entre la densa neblina del humo de los cigarrillos, las horas se desbocaron hasta pasada la medianoche.

A Andrés le daba trabajo resistir las invitaciones, era miembro de Alcohólicos Anónimos, padecía esta enfermedad que grandes problemas le ocasionaba. Sin embargo, tratándose del trabajo… pues… un sólo trago, qué tanto es tantito, se decía a sí mismo. Su fuerza de voluntad se doblegaba a cada invitación y muy pronto se volvía imparable el deseo de seguir bebiendo.

Muy entrada la noche llegó a su casa. Susana le reprochó:

–Mira cómo vienes, volviste a tomar, llevas un año de no hacerlo, qué van a decir el doctor que te trata y tus compañeros de AA.

–Que digan misa… respondió trastabillando. Es mi trabajo mujer, no fue mucho, pero mira cuánto dinero traigo, nos fue bien y depositó los arrugados billetes en las manos de su esposa. Así, día tras día, tocando su violín, Andrés rompió sus promesas, la voluntad se le hizo añicos y volvió a las andadas de la bohemia y el alcohol.

César Ramón Rosado González

Continuará la próxima semana…

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