Letras
Sunhaila Sánchez*
Supe que podía respirar bajo el agua a los 5 años. Mi papá me enseñaba a sumergirme y aguantar la respiración. Era la primera vez que entraba a una alberca. En el fondo de la piscina, cuando se me acabó el aire, sentí como si mi pecho se abriera de alguna forma, deseando respirar. El agua clorada me dejó una horrible sensación de ardor.
Desde entonces tengo estas marcas entre las costillas, como si la piel fuera más delgada, estriada, con unas líneas en forma de rasguños. Quise ignorarlo, así que evité cualquier situación acuática en el verano hasta que cumplí los 12 años.
Fuimos a la playa. De una forma u otra, terminé con el agua hasta el cuello en esa zona del mar que se encuentra entre la playa inofensiva y a un paso de tragarte hacia lo más profundo. Mi cuerpo intentó absorber el agua de nuevo, sentí como respirar en un entorno lleno de humo.
En este punto sentí resignación ante tal rareza. Me autonombré “anfibio” y traté de seguir con mi vida, temiendo ser anormal, como esas cosas que afectan a los adolescentes.
Ha pasado un buen tiempo. Hace poco tuve oportunidad de ir a un río transparente. Al sumergirme, sentí como si respirara el aire más limpio y puro que jamás hubiera respirado. Al parecer, soy de agua dulce.
El problema es que solo mis pulmones responden a esta anomalía. El resto de mi ser es anti-agua: no sé nadar; mis ojos son hiper sensibles, por lo que me es imposible abrirlos bajo el agua; todos los seres acuáticos me parecen nauseabundos: peces, crustáceos o algas.
Ojalá me gustara el agua. Ojalá pudiera ver belleza en un mundo submarino y no tener los pies bien plantados en la tierra.
*Victoria, Tamaulipas (1997) Licenciada en Psicología. Textos inéditos en la cuenta de Instagram: @sunh.aila.mi