Letras
VII
ANECDÓTICA VARIA
Continuación…
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Gran psicólogo, hombre de aguda penetración, de filosofía práctica y de un dinamismo inagotable puesto al servicio de la diversidad de actividades que diariamente emprendía, don Cabalán Macari, decidió un día que ya era tiempo de que sus retoños Juan y Anís comenzaran a entrenarse en el manejo de los negocios que aún estaban a cargo de don Cabalán, pero que en el futuro pasarían fatalmente a manos de sus hijos. Y antes de uno de sus viajes a México instaló al afable Juanito en la Gerencia de la Cordelería “San Juan”.
El nuevo mandamás, convertido en alcalde de enero, dictó las disposiciones más enérgicas para mantener un control absoluto de la negociación. Pero un día, de pronto se detuvo a las puertas del establecimiento el automóvil de doña María Canán, la respetable madre del nuevo Gerente. El chofer bajó del vehículo –la señora estaba seminválida– y se dirigió al cajero diciéndole que doña María pedía que se le dieran mil pesos para “sus pobres”, pues se sabe que nadie acudió en demanda de un auxilio a la distinguida dama, que regresara con las manos vacías.
El cajero hizo la consulta del caso, y le dió la respuesta al chofer: por orden del Gerente, no puede salir ningún centavo de la caja sin el visto bueno de éste. Doña María perdió la paciencia y estalló:
–Ah, con que eso ordenó el Gerente. ¿Y quién barió al Gerente? Vuelva a decirle que si no me manda los mil pesos me bajo y le muestro que mis manos todavía buede ablaurdirle la cara…
Antes de cinco minutos, el dinero estaba en las manos “aplaudidoras” de la respetable y generosa dama…
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Me encontraba en la capital de la República en el desempeño de funciones oficiales, cuando falleció mi querido y caballeroso amigo D. Enrique Vales García, más conocido por el mote de “El Loro”. Al regresar a Mérida, busqué a su hermano, D. Alfonso Vales García, el “tío Meco” para sus amigos íntimos con quien me ligaba entonces, como hasta ahora, una estrecha amistad fortalecida por nuestra común vinolencia.
El “tío Meco”, según informes que tuve, cediendo a la acción consoladora del tiempo, se iba resignando del tremendo golpe sufrido, así es que no tuve inconveniente, después de las palabras del pésame ritual, en invitarlo a tomar una copa en el Bar Reforma (59 con 62) donde nos instalamos en compañía de mi compadre Renán Irigoyen, hoy flamante Novo-cronista de la ciudad.
Pero sea por efecto aldehídico o porque la herida todavía no había cicatrizado del todo, el caso es que muy pronto me dí cuenta de que tanto don Alfonso como Renán lloraban a moco tendido. El primero optó por retirarse del lugar agobiado por el dolor, y al encontrarnos solo Renán y el que esto escribe, me atreví a preguntar:
¿Cómo se explica que hayas llorado tanto al Loro Vales? Ciertamente fué buen amigo nuestro pero en verdad me parece algo exagerada tu conducta…
Renán me contestó:
–Tienes razón, pero sólo en apariencia. ¿Qué querías que yo hiciera ante la gran pena del tío Meco? Como no podía conversar con él, aproveché la ocasión para llorar a mis muertitos…
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Esto le ocurrió un día de los tantos que ha visto transcurrir, a don Pedro Castro Aguilar, funcionario honesto, acucioso investigador histórico y fino amigo, que cuando el tiempo lo permite, se reúne con gente de su agrado a derrochar campechanía de buen yucateco, al calor de botana. Aquel día el ágape se prolongó más de lo acostumbrado, y don Pedro, sintiendo los estragos de la “euforia” decidió despedirse “a la francesa” de los comensales, salió a la calle y contrató a un carruaje que pasaba a efecto de trasladarse a su domicilio.
Subir don Pedro al vehículo y dormirse, fué todo uno. Afortunadamente, es un hombre que goza de grande popularidad y honda simpatía que ha sabido granjearse en los importantes cargos públicos que ha desempeñado, de modo que el auriga sin preguntarle, lo llevó directamente a su casa. Al llegar, descendió de su pescante y comenzó su tarea de despertar al pasajero.
–Don Pedro, don Pedro, don Pedrito… Ya llegó usted a su casa…
Aunque el pobre hombre había empleado su mayor dulzura y sus mejores maneras para cumplir su cometido, a don Pedro le supo muy desagradable aquel despertar violento, y volviéndose a su fortuito despertador, le espetó esta pregunta:
–¿Y a usted qué carajo le importa?
Con la misma siguió durmiendo…
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Esta breve anécdota del maestro D. Gustavo Río, valor máximo del arte musical yucateco, no está recogida en sus “Memorias” que hasta ahora permanecen inéditas a causa de nuestra proverbial indiferencia frente a las expresiones de cultura.
Era un apasionado del mar, y en los veranos, no desperdiciaba ninguna oportunidad que se le presentara para pasar algunas horas frente a la playa, arrullado por el cantar de las olas, y acariciado por la brisa marina. Dejó un bello poema sinfónico titulado “En el Puerto”. Sus amigos lo sabían y todos los años alguna familia de su intimidad lo invitaba para pasar las tardes en Progreso. El maestro iba en el tren y regresaba por las mañanas, a su quehacer citadino.
Una mañana casualmente se encontró en algún lugar de la ciudad con el poeta Don Antonio Mediz Bolio y sostuvieron el siguiente diálogo:
–Antonio, poeta querido, qué gusto me da verte y abrazarte. Desde hace varios días te recuerdo diariamente al pasar frente a tu casa de Ochil (está situada como se sabe, en la carretera Mérida-Progreso y a poca distancia de la línea del ferrocarril).
–Querido Gustavo, y si te acuerdas de mí en ese momento, ¿por qué no entras en mi casa para que tomemos un café o una copa?
–Qué más quisiera, poeta.
–¿Quién te lo impide?
–Es que pasó en el tren…
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Hombre de ideas avanzadas, marxista sincero, mi amigo recibió la proposición de una beca para hacer estudios de la política soviética y atender la corresponsalía en Moscú del órgano periodístico del PC mexicano. Su aceptación no se hizo esperar, naturalmente, y en pocos días hizo todos los preparativos necesarios para trasladar su residencia a la gran capital del mundo socialista. Supimos pronto de la eficacia de su labor, y de la riqueza de sus conocimientos, cada vez más profundos y más firmes.
Pero transcurridos apenas dos años –la beca era para tres– de pronto nos sorprendió el regreso de nuestro amigo a la patria.
Aunque al Dr. Bolio López no le gusta (le encanta) averiguar sobre las vidas ajenas, en el primer encuentro que tuvo con su amigo lo interrogó:
–Caramba, seguramente no te acomodó el clima y perdiste esta oportunidad brillante que pudo haber significado mucho para tu carrera de intelectual y de luchador social.
–Nada de clima, mi querido galeno; me sentó a las mil maravillas el frío de Moscú; ya hasta me había acostumbrado a usar el consabido gorro de pieles. Pero mi suegra tuvo la humorada de ir a visitarnos por unos días, dijo, pero pretextando que la distancia entre Mérida y Moscú era demasiado larga, y no podía seguir gastando en pasajes, decidió quedarse y tuve que resignarme a una visita de más de siete meses… Comprenderás, que en estas circunstancias, el “paraíso rojo” resultaba una verdadera cafetera rusa, y decidí refugiarme en mi patria.
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La generación de médicos yucatecos anterior a la mía contó con hombres de auténtica vocación y de gran dinamismo que pusieron muy alto el prestigio profesional de nuestra tierra. Uno de ellos, perteneciente a una distinguida familia de buena posición económica y social, graduado en París, fué padre de tres bellas hijas en la época a que se refiere esta anécdota, dos de las cuales –las mayores–contrajeron matrimonio con personas muy destacadas de la sociedad meridana. La menor, todavía andaba de novia, –y por largo tiempo– con un inteligente joven escritor.
El Dr. se encontró un día con un amigo, que en su charla se dedicó a encomiar la suerte de aquél por haber podido lograr matrimonios tan ventajosos para sus bellas hijas, ignorando este buen hombre, que para entonces, ambas se habían divorciado. El “encomiado” se apresuró a rezongar:
–¡Qué suerte ni qué calabazas, compañero! Valiente lotería la que me saqué; ¡dos reintegros y una aproximación…!
El indignado galeno no vivió lo suficiente para darse cuenta de que la “aproximación” muy pronto se convirtió en sólida unión, que hoy, pasados los años, es uno de los matrimonios más felices que conocemos.
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Hace muchos años, pero todavía hay quien lo recuerda, falleció un hombre rico, pero con bien ganada fama de avaro, cualidad ésta que sus hijos heredaron. En su testamento había dispuesto que, a su muerte, precisamente durante su velatorio, sus propios hijos abrieron una caja, en la que había una carta que debían leer porque en ella constaba la última voluntad del testador.
Cumplida la disposición, los hijos se enteraron de que la carta ordenaba que cada uno de ellos debía depositar en el ataúd la suma de mil pesos en señal de cariño filial, y para que recordaran siempre la herencia que iban a recibir. Con lágrimas en los ojos, el mayor cumplió; el segundo hizo lo mismo con la voz ahogada en la garganta, y el más joven, también transido de dolor, como hijo amantísimo, se aproximó al féretro y retirando los dos billetes de a mil pesos que habían puesto sus hermanos, firmó un cheque por tres mil con una nota que decía: “páguese personalmente al beneficiario…” Y lo dejó en el ataúd.
El hecho es de que el Dr. Bolio López, como hace en otras ocasiones, esta vez revele el milagro, y calle el santo, no le resta ninguna veracidad a la anécdota. Palabra de paremiólogo.
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Hace varios años, un gran amigo mío que nació campechano y creció yucateco, viajó a su tierra natal con el objeto de visitar a uno de sus hermanos que residía allí. El Hotel López acababa de inaugurarse, y allá se dirigió mi amigo, procediendo de inmediato a comunicarse telefónicamente con su hermano.
–Bueno, bueno, hermano, ya llegué, como te ofrecí; estoy en el Hotel López, quiero charlar contigo.
–Ah, magnífico, no conozco ese hotel pero sé donde está: se construyó en terrenos de Chon Camiseta.
–Pues yo vine para verte y aquí te esperaré en el jol (hall).
–No, manito, no me aguardes en el jol, porque puedo dilatar; me faltan algunos asuntos que atender… Mejor espérame en la sombra…
Jesús Bolio López
FIN.